La actividad intelectual está abocada al fracaso en una sociedad que se ha abrazado a la prédica de los nuevos tribunos de la plebe, esta vez, patéticos, fingidos y sobreactuados. Raciocinio, pensamiento propio y espíritu crítico han sido abolidos por un corrimiento generacional en vías de ejecución en todos los ámbitos de la vida pública. Nos urgen a incorporar cuanto antes a una juventud que escenifique la ruptura con un pasado que estorba por fallido.
Un antiguo hábito argentino: anularlo todo cada cierto tiempo para volver a empezar sin más asidero que el narcisismo de los mesiánicos autores de porvenir, con sus fórmulas magistrales y las apelaciones facilistas a la ilusión de un inmediato y mágico renacer. La estupidez bovina de ese espejismo del “somos los mejores” y el “Dios es argentino”. Caramelos de palo que evitan al hombre común asomarse siquiera a la ventana para enterarse por sí mismo, sin encender la TV y sin entrar a la red, si hay sol o si está lloviendo, si nada altera la paz de nuestras conciencias o si el futuro ha comenzado a diseñar en el firmamento la trayectoria de un meteorito sobre el que cabalga la crisis como aquel militar-cowboy que montaba la bomba atómica en la película “El doctor Insólito” de Sanley Kubrick.
Pero sigue dando resultado el truco, porque hasta ahora la sociedad no alivia sus broncas sino a través de la seducción cotidiana de estos nuevos Gracos de la pirotecnia mediática y la fotogenia redentora que abjuran de toda forma de inteligencia y de todo lo que no cabe en un tuit. Y es el aferrarse ciegamente al humo de esas ficciones lo que después invalida los lamentos. “Sarna con gusto no pica” decían las viejas de mi barrio, aunque mejor le salía a Quevedo en La Hora de todos y la Fortuna con seso: “No se queje el cadáver de los gusanos que le comen, porque él los cría; cada uno mire que no se corrompa, porque será padre de sus gusanos”.
En definitiva: la renuncia a pensar por uno mismo, el abandono del sentido crítico y el sometimiento a opciones binarias, primarias y maniqueas. Un mundo en blanco y negro, de buenos y malos, en el que ni el mérito, ni la valía ni el esfuerzo dirimen la pertenencia a uno u otro bando. Esa ha sido la puerta de entrada del populismo. La máxima “todo lo que pidas te daré” es la voz propia de ese populismo que usa y abusa de la palabra, que inventa la verdad, que fustiga sistemáticamente al disidente convertido en enemigo, que degrada la política, que aplaza el examen razonado de la realidad, que promete a bajo costo la redención del género humano y no tolera la discrepancia.
No hace falta para ello un gran arsenal de medios. Por el contrario, el mayor mérito del populismo es haber sabido extenderse con unos pocos recursos simples y efectistas. Para empezar señala culpables –no adversarios, sino culpables– y encuentra para todo soluciones fáciles y rápidas. Además aumenta y afirma la autoestima, esa fatal arrogancia de quienes están convencidos de formar parte de las fuerzas del bien. Retorna así al costado más ingenuo del ingenuo Rousseau, para quien las normas debilitan al ser humano y sus relaciones con el prójimo. Pero hoy por hoy ese populismo le da al común de la gente lo que la religión ya no es capaz de darle: la esperanza de una existencia más digna, de una misión que realizar, de un ideal que compense las fatalidades de una realidad dolorosa; en suma la ilusión de acceder a oportunidades que le den un sentido a la vida. Y claro que todo eso fascina, seduce, atrae, pero no es más que “bijouterie”, es falso. Al final de cuentas tanto orgullo enfermizo declamando la intención de construir un mundo mejor termina conduciendo a un mundo peor.
Lo realmente alarmante del caso no es que este discurso embaucador y demagógico, que huele a hipócrita y a rancio, cuente con propagandistas más o menos eficaces, sino que día tras día prenda entre muchísimas personas dispuestas a comprar sin matices una mercancía ideológica superficial y averiada.
Ello ha sucedido por tres causas esenciales. La primera es la corrupción transversal y masiva, una epidemia moral que ha devastado la nobleza de la política y los valores de la sociedad. La segunda, la declinación de los sectores medios que han sido nuestra tradicional referencia socioeconómica durante más de un siglo. Y la tercera, el fracaso educativo de un sistema que no ha sido capaz de transmitir la virtud de sus valores. Sobre las dos primeras hay poco que explicar: son dos fenómenos palmarios e incontestables que constituyen la mayor desgracia sociopolítica contemporánea en casi todo el Occidente. Pero la última es toda nuestra; representa una falla interna, un defecto de fabricación en la arquitectura de la democracia y la libertad, el olvido de la pedagogía cívica.
No se han sabido explicar con éxito a las jóvenes generaciones los fundamentos del régimen constitucional y su pacto de convivencia. Ya no se trata del fracaso en el conocimiento técnico, en las habilidades matemáticas o lingüísticas, en la comprensión de las ciencias y las artes. En la Argentina, la educación ha alcanzado su máximo nivel de incompetencia al mostrarse incapaz de preservar a la sociedad del embate de la demagogia poniendo así en riesgo el mayor patrimonio inmaterial de un pueblo libre.