Si no reaccionamos a tiempo pronto, muy pronto, la extrañaremos. Fue la bandera y el buque insignia de la identidad nacional, el ícono de la argentinidad, el lujo y el orgullo de generaciones que despertaban la admiración y, ¿por qué no decirlo?, un poquitín de envidia en los sectores ilustrados de los países vecinos. Hablo de la clase media que está a punto de desaparecer fagocitada por un ejército letal de parásitos y depredadores surgidos y protegidos por la indolencia de la sociedad y la avidez crematística de la dirigencia.
A ese Occidente, al que alguna vez adherimos sin reservas ni tapujos, le tomó milenios producir esa masa crítica. Sin ella hubiera resultado impensable el surgimiento de la democracia, una concepción del Gobierno de los hombres que se basa en la acción de gente capaz de proveer a sus necesidades básicas y destinar un excedente a otros fines trascendentes. Lo suficientemente apegada a la vida como para imaginar modelos de convivencia en paz y lo suficientemente solidaria como para crear y desarrollar un esquema de equilibrio social en el que los más pudientes garantizaran los servicios esenciales a los menos afortunados.
Corrieron ríos de sangre y diluviaron masas cuantiosas de angustias y sufrimientos para que el ser humano se diese cuenta de que un mundo dividido entre señores y vasallos estaba abocado al conflicto permanente.
Y así, poco a poco, impulsada por pensadores que concibieron un marco de relaciones más justo y propicio para amalgamar el bienestar individual con el progreso colectivo, fue surgiendo ese estamento social que caprichosamente dio en llamarse «clase media». En política ella sustituyó prácticamente al proletariado del que se habían nutrido las ideologías totalitarias del siglo pasado. En sus filas revistaban (y aún revistan en lo que de ella queda) agricultores, comerciantes, pequeños y medianos empresarios, profesionales liberales, funcionarios, empleados por cuenta ajena y también obreros con cierto grado de especialización, o sea, la inmensa mayoría de la ciudadanía. Sus aportes tributarios nutrían (aún lo hacen) el grueso del presupuesto que mueve el motor de la nación. El credo que la inspiró e hizo crecer en progresión geométrica era la certeza de poder ascender económica y socialmente a través de la formación y el trabajo, la cultura del esfuerzo que conduce a ir mejorando paulatinamente las condiciones de vida, la voluntad de aprovechar las oportunidades que esta ofrece a quien está atento y su proyecto de vida consiste en algo más que el vivir eternamente de la caridad pública… Hoy por hoy, pura ficción.
El derroche y la corrupción van secando no solo las reservas presentes, sino también agotando las pasadas y las que deberían heredar nuestros hijos y nietos. Las ideologías no son más que fachadas publicitarias que se han vaciado de principios, hasta quedar convertidas en meros anuncios propagandísticos destinados a servir en bandeja el Gobierno a formaciones políticas para las que gobernar no es otra cosa que esquilmar los bolsillos de esas clases fácilmente expoliables. Maquinarias de poder que recurren a cualquier medio en el empeño de perpetuarse.
Y aquí viene la pregunta: ¿Es posible aún salvar a la clase media? Si su situación es tan dramática y acuciante, yo no advierto otra vía para reflotar a esa amplia franja social, devolverle el protagonismo de sus pasados esplendores e incorporar a ella y a su cultura a los desplazados de hoy, que comprometernos en un gigantesco y sostenido esfuerzo en materia educativa. Y, si de preguntas se trata, aquí tengo un par de interrogantes que me parecen un poco más corrosivos: ¿Cuál es hoy la finalidad de la educación? ¿Para qué se invierte en ella el dinero público?
A mi modo de ver, la rentabilidad de esa inversión es la de producir una mercancía vital: profesionales altamente cualificados, de cuya actividad se recupere con ventaja lo invertido. Eso requiere un control de calidad inflexible. Cualquier otra cosa es tirar la plata a la basura.
No creo que sea la educación campo para actos de caridad ni de benevolencia. Para eso están otras instituciones. Menos aún el mecanismo de «igualación» con el que sueña tanto falso filántropo: La igualdad, en las sociedades nacidas de las grandes revoluciones burguesas, es igualdad ante la ley, que funda el derecho único frente al derecho estamentario del “Ancien Régime”. En cuanto al ser de cada uno, rige el inamovible principio de individuación platónico: lo igual se dice de lo distinto. El objetivo es seleccionar a los mejores. No igualar, sino distinguir.
Georg Steiner lo formula bellamente: «Con el rasante igualitario, mediante la falsa democracia de la mediocridad, matamos en los niños la posibilidad de sobrepasar sus limitaciones sociales, domésticas, personales e incluso físicas».
Distinguir, en cambio, es hacer libres. Y potentes. Esa es la grandeza -lo áspero también- de nuestro mundo. Se premia a los mejores -a los que, por capacidad o por esfuerzo o, mejor, por ambos, prueban estar en condiciones de obtener los mejores resultados-, no por bondad filantrópica, sino por el interés colectivo que exige preparar a los más rentables, para que la compleja relojería social no colapse ni derrape. La competencia puede gustarnos o no gustarnos, pero sin ella no hay futuro.