Por: Guillermo Marín
Desde el mes pasado, Bélgica cuenta entre sus leyes con una de las normas más polémicas de los últimos años: la legalización de la eutanasia infantil. En la Argentina, y ante la sanción de leyes impensables (Ley de Matrimonio Igualitario, por ejemplo), no sólo el debate de la eutanasia en niños es materia de discusión pendiente: más temprano o más tarde, habrá de producirse. Porque la idea de la muerte sin sufrimiento físico aún es cuestionada, puesto que la Ley 26742 de muerte digna en el país, no ampara la celeridad del fallecimiento de una persona.
Quiero decirlo desde el vamos: no tengo ninguna opinión respecto de si la decisión del parlamento de esa sociedad es aberrante o civilizada. A juzgar por lo que implica el impacto social que genera en cualquier región del planeta tamaña medida (desde el 2002 Bélgica posee la ley de eutanasia para adultos), supongo que a estas alturas habrá corrido algo de tinta en los medios de prensa; evidencias argumentales que juzguen la noticia del país de las tres comunidades lingüísticas.
Imagino que los periodistas de esos espacios informativos harán lo necesario para que las fuentes de información sugeridas a sus editores sean las correctas, las más cualificadas y, con ello, permitirle al lector asirse de opiniones varias. Confieso que estoy tan lejos de utilizar ese recurso periodístico como de dominar el tiempo. Porque lo único que tengo son preguntas sin respuestas. Preguntas al azar. Interrogantes que me demuelen cualquier conjetura, acaso el intento de bordear una opinión. Porque creo que hay cosas que sólo le pertenecen tanto al cielo, a la biología, como a la Nada. Los creyentes acaso no eviten pensar que la muerte de un niño es el momento en que Dios abre su mano y deja que uno se estrelle contra el fondo del absurdo. Quizás los dogmáticos del conocimiento científico especulen con que la enfermedad terminal de una persona se deba a un deterioro celular inevitable, y eso los conforme. Tal vez los prosélitos de Heidegger o Sartre, consigan explicar todo a partir de la construcción de su propia moral y ética y eso, también los satisfaga. Juzgue usted, estimado lector, si estas incertidumbres que prosiguen a esta introducción son tan siquiera una de las formas de la certeza.
¿Qué es el dolor? El escritor Abelardo Castillo dice que el idioma carece de palabras para diferenciar el dolor espiritual de los padecimientos de la carne. Las voces -dice- herida, sufrimiento, desgarramiento; los verbos lastimar padecer, destrozar, son ambivalentes. Esto vendría a probar que es cierto, que el dolor pasa siempre por el cuerpo. “Yo sólo concibo un dolor espiritual más intenso que el del propio cuerpo: la tortura del cuerpo de un ser querido”, confiesa Castillo. Probablemente el autor, sin quererlo, me haya dado la posibilidad de indagarme sin determinismo alguno; mediante la liberación de la duda.
¿Pueden los niños decidir su muerte ante el dolor extremo, ante lo irremediable de una enfermedad terminal? Si un chico pide morir, ¿qué alternativas quedan para convencerlo de lo contrario? ¿Existe infanticidio encubierto mediante la práctica de la eutanasia infantil? ¿Qué cosas experimenta un niño cuando dice basta? ¿Qué tan consciente es de su desintegración? ¿Hay una edad mínima para decidir una eutanasia? ¿Hay una edad en la que el sufrimiento no debe estar circunscripto a la madurez? ¿Se puede legislar sobre el padecimiento ajeno? ¿Cabe el cuerpo en el derecho? Si la eutanasia en adultos en Bélgica no trajo un aluvión de pedidos en torno a su práctica (incluso se han realizado en hospitales católicos), ¿qué nos atormenta? ¿El sufrimiento es privado o social? La ley debatida en el país europeo dice que sólo es aplicable a niños con discernimiento. ¿Cómo se mide el criterio de un niño? ¿Qué razón es más convincente ante lo insoportable de una dolencia, ante una postración física irremediable? Una mirada devastada por la enfermedad, ¿es un argumento legítimo para darle validez a la práctica citada? Y si los que promueven la medida son oportunistas políticos, ¿en qué medida afecta esta ideología al tema de fondo? ¿Qué es el buen morir? Extender la muerte de un niño, ¿es un juego esperanzador? ¿Para quién? ¿Cuál es el límite de un paliativo? ¿Su precio? ¿Su legalidad? ¿Tiene decisión un chico huérfano? ¿O acaso su voz debe ser la de un juez oficinesco? ¿Qué tanto nos pertenece la vida? ¿De quién es nuestro destino?
Mientras cierro esta columna, cavilo sobre la ignorancia humana. Me interrogo acerca de si la muerte es tan sólo una experiencia motriz como la de balancearse en un columpio. Entonces pienso, ante mi flaqueza inquisitiva, que lo más cercano a una verdad, en este caso, deba ser la preservación de la vida de nuestros chicos hasta sus últimos quejidos. Y respetar su libertad hasta las últimas consecuencias.