Este mes celebramos el Día del Trabajo. Nosotros, los católicos, tenemos la memoria litúrgica San José Obrero, pero la cuestión del trabajo debemos subrayarla siempre como central de una economía sana. También es un aspecto central de la doctrina social de la Iglesia. La famosa encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, hacia fines del siglo XIX, era una fuerte protesta contra la situación esclavizada que vivía el trabajador en aquella época.
La cuestión del trabajo es el punto central de una economía sana y, por tanto, el funcionamiento de una economía consiste fundamentalmente en ordenar las cosas de tal manera que pueda producirse empleo genuino. En la última década, se ha vivido una situación inversa, pues no hubo un proyecto de desarrollo integral de la nación y se hablaba de crecimiento, pero era un crecimiento basado en el consumo. Es un consumo que termina en consumismo. Vemos personas que no tienen suficientes ingresos para vivir y compran lo que no es imprescindible, como, por ejemplo, televisores de última generación y viven de subsidios.
En suma, tuvimos un crecimiento basado en el consumo y un consumo basado en subsidios o en empleos estatales. Se han producido, recientemente, una cantidad de despidos, pero algunos se preguntan: ¿despidos de qué, de ñoquis, semiñoquis, de gente que había logrado un empleo estatal en los últimos días del año pasado? Se conocen casos patéticos, como que una semana antes de irse el Gobierno anterior ingresaron un montón de empleados en lugares donde no eran necesarios. Eso es una ficción que está mostrando que el país no se movía. ¿Se está moviendo ahora? La verdad es que no lo sé, pero es cierto que un inválido no puede salir a correr inmediatamente una maratón.
La cuestión es esta: no se puede arreglar solamente la dimensión financiera de la economía. Eso es importante, sin dudas, pero las finanzas tienen que volcarse a un desarrollo verdadero, que implique inversiones productivas y creación de trabajo genuino.
Probablemente hay generaciones de chicos argentinos que no han visto a sus padres trabajar y digo trabajar, verdaderamente. Los han visto, a lo mejor, hacer changas, o vivir de estas organizaciones sociales que les permitían no morirse de hambre, pero el puntero se quedaba con la mitad o una buena parte de lo que debía recibir el “laburante”. Pero cuando yo hablo de trabajo genuino, me refiero a lo que vimos nosotros: yo vi a mis abuelos trabajar, al vasco francés y al italiano los vi trabajar duramente; vi trabajar a mi papá en dos empleos distintos, porque si no, la plata no alcanzaba en casa para vivir dignamente en una digna sencillez. Las abuelas y las madres de aquel tiempo eran amas de casa, como se decía. Ama significa señora, dueña. Eran las grandes ecónomas del hogar, y muy felices criaban y educaban a los hijos.
Ahí está la cuestión clave y no es solamente una dimensión técnica. Los técnicos son necesarios y tienen que hacer su papel, pero es un asunto de humanidad. Hablamos mucho de derechos humanos; quizá hay demasiados derechos y muy pocos deberes, o muy pocos derechos de los que de hecho se gozan. Hablemos menos de derechos y hagamos realidades, hagamos que los ideales humanos verdaderos se conviertan en realidad.
Eso no lo puede hacer solamente el Estado. Hay un principio fundamental en la doctrina social de la Iglesia, que es el principio de subsidiariedad. Esto quiere decir que el Estado debe intervenir cuando corresponde, pero no debe cohibir, asfixiar, reemplazar el dinamismo y la creatividad de la sociedad. Sin duda, el Estado tiene que salir a socorrer con subsidios a los más necesitados, pero sobre todo tiene que animar a que la sociedad misma, orgánicamente, pueda darse vida a sí misma. Esto es: que funcione la industria, que funcione el comercio y demás. Por supuesto que habrá que tomar medidas adecuadas, etcétera, pero el objetivo tiene que estar puesto en la vida de la sociedad, en crear las condiciones necesarias para que todos gocen de la libertad de trabajar dignamente.
Es una cuestión de cultura. Se habla muchas veces de la cultura del trabajo y para eso hay que ver al viejo laburar. Uno mismo tiene que estar convencido de que hay que trabajar. Ahora, claro, si hay privilegiados que no trabajan y viven de arriba y después hay “pobres giles” que trabajan como locos y no les alcanza para comer o vivir dignamente, es que estamos en una sociedad que no funciona.
Cada tanto se hacen mediciones del índice de pobreza y nos asombra comprobar que el número de pobres crece. ¡Y cómo no va a crecer si no se están poniendo las causas para lograr los efectos que se desean! Los remedios no son mágicos nunca, y cuestan. Ya que hemos celebrado el Día del Trabajo, pensemos en esto, porque el futuro de la Argentina depende fundamentalmente de que haya oportunidades de trabajo genuino para todos y no sólo empleo innecesario, improductivo, provisorio, desvinculado de toda posibilidad real de progreso personal y familiar del trabajador. Eso se llama trabajo genuino. Podemos pedírselo a la Santísima Virgen de Luján, nuestra Patrona.