Por: Horacio Minotti
En las últimas semanas se han escuchado voces que reclaman la “democratización del Poder Judicial”. Se ha argumentado que la Justicia es ineficiente o influenciable, en base a que resulta ser el único poder del Estado no electo por los ciudadanos, o que posee características que lo hacen de complejo control por parte de la voluntad popular.
Intencionadamente o no, dichos argumentos no son absolutamente ciertos; por una parte, porque omiten el contexto y el rol que el Poder Judicial juega en el sistema democrático, y por otra, porque en realidad su democracia interna no es de inferior calidad a de otros poderes del Estado.
Los términos “democracia” y “estado de derecho” son cualidades hermanadas, que están relacionadas de modos similares con el término “república”. Las tres características, en una nación, se interrelacionan y son inescindibles, una de la otra. ¿Qué es el Estado de Derecho? Simplemente el imperio de la ley por sobre la fuerza, sea esta política, económica o social. En un Estado de Derecho, las leyes se aplican a todos por igual en similares condiciones: todo el que ha matado en iguales condiciones tiene igual pena, todo el que ha violado una norma en similar contexto debe reparar al perjudicado de manera similar. No importa si el justiciable es un comerciante de barrio o el presidente de una corporación poderosa o el referente político mejor posicionado.
Este imperio de la ley sobre el hecho impide lo que habitualmente se llama el “estado de facto” que quiere decir simplemente “de hecho”. La existencia de leyes comunes y aplicables a todos en igualdad de condiciones configura el concepto de equidad.
Ahora bien, ¿quién es el encargado de garantizar tal equidad y estado de derecho?. El Poder Judicial. ¿Por qué la Constitución impone que los jueces sean independientes del voto popular, o porque su remoción y nombramiento están vinculados a complejos procesos? Simplemente porque si los jueces estuviesen relacionados con el sufragio o si removerlos consistiese en una decisión administrativa, no funcionaría la democracia, la república ni mucho menos el estado de derecho.
Veamos: ¿alguien se imagina un magistrado teniendo que hacer campaña política para obtener votos? ¿Qué prometería, cumplir con la ley? ¿Repartiría prebendas? Las listas para la elección de los magistrados ¿estarían identificadas con un partido político? Cuando el juez esté en los últimos meses de su mandato ¿emitiría fallos ecuánimes o demagógicos para ser reelecto? Tal como alguna vez los especialistas han discutido sobre los legisladores ¿la banca será del juez o del partido que lo propuso?
Todas estas preguntas tienen una respuesta clara: un juez sometido a un sistema de voto popular periódico y de fácil remoción es un juez que no garantiza la Justicia ni mucho menos el Estado de Derecho. Aun contra las críticas, muchas de ellas irrefutables, que padece hoy el Poder Judicial, someter a los magistrados a un proceso eleccionario sería atarlos muchísimo más a la influencia del poder político, y también a la del poder económico que habría apoyado sus campañas o prometa apoyarlas en el futuro.
La independencia del Poder Judicial tiene un sentido específico: consiste en que su perdurabilidad no esté atada a la de un partido político en el poder; y a la vez que no se produzca un fenómeno de control absoluto del Estado por parte de las mayorías, de un modo tal que las leyes no tengan sentido.
Digamos que un partido político gana abrumadoramente las elecciones presidenciales y también las legislativas. Seguramente podrá controlar las decisiones administrativas y además las leyes que emita el Congreso, pero si también ganase con la misma contundencia la elección de los magistrados, condicionaría la interpretación de las normas de ese Congreso, y hasta podría decretar, sistemáticamente, la constitucionalidad de normas que a todas luces violenten el mandato de la Carta Magna.
Tal cosa destruye la calidad democrática y centra la aplicación o no del plexo normativo en un solo grupo de personas o sector social o político. Un líder electo con amplias mayorías podría proclamar sin margen de error “El Estado soy yo”, la frase de Luis XIV, símbolo del absolutismo monárquico.
El constituyente ha querido claramente que exista un poder “equilibrador”, ajeno al voto popular, que asegure el imperio de la ley por sobre los deseos de los políticos exitosos. Ese es el espíritu de la independencia del Poder Judicial.
Asimismo, la argumentación que descalifica los controles internos y externos sobre las sentencias de los jueces tampoco es demasiado ajustado a la realidad. Lo cierto es que cuando alguien (persona o entidad jurídica y entre ellas se incluye al Estado) se siente perjudicado por una sentencia judicial puede recurrir a un tribunal superior (la Cámara de Apelaciones), que revisa dicho fallo supuestamente perjudicial. Y ese tribunal de alzada ya no es de un solo juez, sino de tres. Allí debe formarse una mayoría para confirmar o revocar la medida apelada. Luego de ello, si la causa lo amerita en términos procesales, si una de las partes aún se siente perjudicada por la sentencia de segunda instancia, puede recurrir a la Corte Suprema, en este caso integrada por siete jueces, para volver a revisar la cuestión.
Ninguno de los otros poderes del Estado somete sus decisiones a tantas revisiones. Los actos administrativos del Poder Ejecutivo, por ejemplo, en un país abiertamente presidencialista como el nuestro, no tiene casi ninguna revisión, salvo que invadan materias que corresponden al Congreso (como un decreto de necesidad y urgencia), caso en el cual deben ser ratificadas por el Legislativo.
Dentro de este último Poder, una Cámara revisa la media sanción que la otra da a una norma y la avala o modifica, pero son únicamente dos controles. De todos modos, no puede decirse que sean menos democráticos, porque allí están los representantes del pueblo y del Estado federal. Tampoco puede decirse que no sea democrático el Ejecutivo. Su dinámica de administración exige la toma de decisiones diaria y a veces urgente, que no puede estar sometida a obstáculos apriorísticos para no entorpecer la administración general del país.
Pero tampoco puede aseverarse, por el modo en que funcionan o se elige a sus miembros, que uno sea más democrático que otro. Los tres son componentes de un sistema que es democrático, en tanto y en cuanto cada uno de ellos mantenga sus cualidades esenciales.
Se ha mencionado también que el establecimiento de los juicios por jurados “democratizaría” al Poder Judicial. Dicho tipo de proceso judicial está establecido desde 1853 en el artículo 24 de la Constitución y jamás ha sido cumplido, y es cierto que tal medida incrementaría la participación social en el dictado de las sentencias. No obstante, al respecto no deben alentarse falsas expectativas por una serie de motivos. En primer lugar el juicio por jurados no es aplicable a una gran cantidad de procesos que requieren un conocimiento técnico de la norma, que no puede exigirse a un jurado ajeno a la ciencia del derecho. Podrá determinar culpabilidad o inocencia frente a las probanzas de un proceso penal, pero no puede, bajo ningún concepto, determinar, por ejemplo, si determinada norma o acto jurídico se ajusta a las normas constitucionales.
En segundo lugar, los jurados actúan siempre en primera instancia. Una resolución de un juicio por jurados, apelada por el condenado, necesariamente pasa por la revisión de un tribunal superior donde los jurados no juegan ningún rol. Del mismo modo si la causa llega luego a la Corte. Por ello alimentar expectativas desmesuradas en términos de “democratización” relacionada con el juicio por jurados es nocivo para el ciudadano que debe ser informado correctamente.
Por fin, cabe decir que el Poder Judicial está sometido a un similar control interpoderes que los otros dos del Estado. Sus integrantes son removibles por juicio político como un Presidente de la Nación o un legislador; el Consejo de la Magistratura tiene potestades sancionatorias, al igual que los tribunales superiores; es decir, el juego de pesos y contrapesos que la Constitución impone para validar las decisiones de cada uno de los poderes del Estado y la subsistencia en sus cargos de los funcionarios, está intacto; y su funcionamiento pleno depende más de las calidades de los hombres que ejercen esos cargos que del propio sistema.