Por: Horacio Minotti
El propósito de estas columnas va quedado claro. Consiste en acercar a la gente hacia el derecho, las reglas que rigen su vida cotidianamente y aquellos que lo involucran desde lo institucional. Democratizar la ley, dirían alguien. “Si los pueblos no se ilustran, si no se divulgan sus derechos, si cada uno no conoce lo que puede, lo que sabe y lo que debe; nuevas frustraciones sucederán a las antiguas, y será tal nuestro destino, cambiar de tiranos sin derrotar la tiranía”, explicaba Mariano Moreno.
Quienes integramos la Mesa Coordinadora de Abogados en Propuesta Peronista (Aprope), elaboramos un documento fundacional donde expusimos los riesgos de aprobar un sistema de reelección indefinida del Poder Ejecutivo, y aun, el de habilitar tres períodos presidenciales consecutivos. En dicho análisis dejábamos claro que lo primero que produciría una reforma constitucional de tales características es una evidente crisis sistémica, es decir, el mismo modo de gobierno seleccionado por los constituyentes de 1853, el republicano, dejaría de serlo, se desvirtuaría.
Inicialmente, se destacó que son muy pocos los sistemas presidencialistas en el mundo que toleran más de una reelección y muchos menos los que lo permiten de manera consecutiva, es decir, sin la obligación de dejar pasar entre los dos primeros y el tercero un período en medio, con la arrogancia y la ambición como única excusa. En el continente, pueden destacarse sólo Venezuela y Nicaragua. También puede citarse ejemplos como Bielorrusia y Angola, y poco más.
Esto ocurre de tal modo, porque el presidencialismo produce una importante acumulación de discrecionalidad en uno de los tres poderes del Estado, con lo cual el límite constitucional está dado por la permanencia en el cargo. El primer sistema establecido en la Carta Magna fue tomado de las Bases de Juan Bautista Alberdi, y consistía en un período de seis años, permitiéndose la reelección sólo si se dejaba transcurrir otro período en medio. Cuando el constituyente de 1853 tomó esa premisa, el mismo Alberdi reconoció un error: “Toda reelección presidencial, en una forma más o menos encubierta, es un ataque al sistema republicano, cuya esencia consiste en la movilidad periódica y continua del personal en el gobierno”.
De hecho, por ejemplo, la Constitución mexicana establece un único período de seis años de un presidente en el gobierno, no pudiendo ser reelegido nunca más. Incluso durante los 70 años que el PRI gobernó ese país se respetó el principio. Si bien el mismo partido gobernó dicho lapso, necesariamente, tras cada período de seis años, se renovó el presidente y ninguno de los anteriores volvió jamás al poder.
Deben establecerse diferencias claras entre un sistema presidencialista (como el nuestro) y las reelecciones de primeros ministros en los sistemas parlamentarios. En estos últimos, los titulares del Poder Ejecutivo deben construir mayorías parlamentarias para gobernar y no tienen límites temporales, ello siempre y cuando mantengan dichas mayorías. Pero también es cierto que ante la pérdida de apoyo de los representantes en el Congreso pueden perder su mandato en cualquier momento, mediante un voto de censura o simplemente ante una elección de medio término donde cambien los equilibrios parlamentarios.
Si dicha lógica se aplicase ala Argentina, la actual presidente podría haber sido removida de su cargo en 2009, cuando la composición del Congreso favoreció, por una derrota oficialista en elecciones parlamentarias, a la oposición. Pero en los sistemas presidencialistas la cuestión es bien distinta. Los mandatos son fijos, sólo alterables por la situación excepcionalísima de un juicio político, que no requiere una simple pérdida de mayorías parlamentarias, sino un proceso con motivaciones tangibles y cuyo resultado depende del control de los dos tercios del parlamento por parte de la oposición. De otro modo el mandato es inalterable.
Esto último hace que, si se pretende mantener la esencia democrática mínima, el mandato presidencial deba tener un límite temporal para no trocar en autocracia, dando espacio a que la ciudadanía cuente con nuevas opciones e ideas y, por ende, una libertad real de elegir.
De tal modo, la Constitución argentina, desde su origen, permite la reelección, lo que no permitía es que se efectúe de manera consecutiva. En la reforma de 1994, se impone un nuevo sistema en que los períodos presidenciales se acortan a cuatro años y pasa a permitirse una reelección de manera consecutiva. Pero obviamente, lo que no se avala es otra reelección consecutiva. No obstante, si existe la posibilidad de una tercera y hasta una cuarta reelección, pero dejando luego de las dos primeras un período en medio.
En ese sentido, nuestra Ley Fundamental es incluso excesivamente laxa. De hecho, por ejemplo el sistema norteamericano, que permite una reelección de manera consecutiva, prohíbe luego que quien haya gobernado por dos períodos (sean estos seguidos o con alguna alternancia) pueda hacerlo un tercero. Es decir, una persona sólo puede gobernar dos períodos, sean estos alternados o consecutivos.
La esencia del republicanismo democrático es la alternancia de los ciudadanos en la administración de los asuntos públicos. La consideración de que quien está en el poder siempre contará con las herramientas necesarias como para mantenerse en él es la que ha hecho que el constituyente coloque un límite temporal en la capacidad de ser reelecto. En nuestra Constitución, incluso, se provee una facilidad con las que pocas cuentan. Si el pueblo cree fervientemente en un gobernante, luego de que éste lo administre dos períodos seguidos, puede volver a elegirlo por otros dos, dejando pasar uno en medio. Es decir, realiza la Carta Magna una concesión casi autocrática a la voluntad popular. Con un único y mínimo recaudo: que quien quiera volver a reelegir no pueda hacerlo desde el uso de los recursos públicos y el poder estatal. Que esa segunda y hasta tercera reelección sea producto del verdadero deseo mayoritario no manipulado.
Aquel derecho que algunos agentes gubernamentales de hoy reclaman, es decir, un tercer mandato de la actual presidente, lo tienen otorgado por la propia Constitución, pero con la sola condición de dejar pasar un período breve de cuatro años. La norma juega al límite de las condiciones de republicanismo, a cambio del máximo de soberanía posible a la voluntad popular.