Por: Horacio Minotti
Es casi una prédica constante desde estas columnas la búsqueda del sometimiento a la ley y a la Constitución Nacional, que en definitiva, es la ley madre, la Ley Superior, la que rige al resto de las leyes. Pero ¿por qué es tan importante la observancia de la ley?
Pueden hacerse cientos de consideraciones éticas o filosóficas, sobre el orden social, la regulación de la vida en común, etc. Pero las razones van mucho más allá de esto. Una ley es uno de los más explícitos actos de soberanía popular. Es una pauta de comportamiento que la sociedad se da a sí misma para regularse, generalmente, sobre problemáticas sobrevinientes, es decir, las leyes vienen a solucionar vacíos normativos previos a su sanción que generaban situaciones críticas entre ciudadanos, o de ciudadanos con el Estado.
Si quisiésemos hacer una comparación en términos de “cantidad de soberanía popular ejercida” solamente otros dos actos pueden compararse: una Asamblea Constituyente que modifica la Ley de Leyes, y el ejercicio bianual de la emisión del voto, donde se selecciona a los representantes, tanto para una Constituyente como para el dictado de las leyes.
Pero la sanción de leyes es casi un evento cotidiano, en el que constante y regularmente, la sociedad se va auto-regulando. La ley cumple además funciones en términos de equidad. Porque los principios generales que las guían son equitativos. Por eso existen presunciones legales que son garantías para equiparar desigualdades de hecho. Por ejemplo el principio de la duda a favor del trabajador en derecho del Trabajo, o la inversión de la carga de la prueba en el delito de enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos. Garantiza además por característica soberana, que todos deben cumplirla en igualdad de condiciones, incluso el poderoso Estado está sometido a las mismas leyes que cualquier hijo de vecino.
Sin embargo la ley está desprestigiada hoy en la sociedad y su cumplimiento suele devenir exclusivamente del temor a la sanción, o de que los agentes que deben observarla no hayan encontrado la forma de violarla. Hay múltiples motivos de origen socio-psicológico-educacional por lo que esto ocurre, pero el principal es el desprestigio de los representantes que las dictan.
Vivimos una democracia representativa. Por cuestiones numéricas, de extensión territorial y de práctica ejecutiva, sería imposible una democracia directa de grandes asambleas populares donde participásemos todos y dictásemos las leyes. Jamás llegaríamos a obtener una. Por lo cual la defectuosa democracia representativa, es el único sistema posible. El voto, es el instrumento por el que se selecciona representantes, que en nombre del pueblo sancionan dichas leyes. Y la caída en desgracia en cuando a la consideración popular de esos representantes (bien ganada por cierto), pone en cuestión la legitimidad de las leyes que emiten.
Dicho inconveniente, que es desde ya muy grave, porque no solamente pone en cuestión el sistema normativo, sino la capacidad de la misma sociedad para dictarse sus normas, y por ende el ejercicio de la actividad soberana por antonomasia, tiene dos orígenes: 1) Por una parte un doble candado que la dirigencia política ha puesto para acceder a cargos públicos electivos: solo puede hacérselo por la vía de los partidos, pero además ser candidato de un partido requiere la “bendición” de los cinco o seis capitostes que controlan cada uno de ellos. Por ende, el ciudadano común que quisiese volcarse a la actividad pública en busca de mejorar la relación sociedad-ley y cumplir con su mandato popular, no encuentra el cómo ni el donde; 2) Por otro lado, existe una clara declinación de la voluntad pública de autoadministrarse y participar en los asuntos que nos conciernen a todos. Es decir, la sociedad ha declinado su voluntad de darse sus normas y se ha relajado en una dinámica perversa: la deja en manos de un pequeño grupo de supuestos iluminados, para luego expresar su disconformidad con estos y mantener la rueda constante de deslegitimación y rechazo, culpa ajena y nula actividad para solucionarlo.
Sin duda cada uno de estos aspectos retroalimenta al otro conformando un círculo vicioso que concluye en el desmedro de las propias normas. Pero lo cierto es que lo que se encuentra viciado no es el sistema en sí, sino el modo en que arbitrariamente lo ejecutan los protagonistas. Más allá de algunos detalles “facilitadores de la participación” que podrían cambiarse, ninguno sería definitivo.
Lo único que operaría un cambio concluyente, sería la remotivación de los agentes sociales no cooptados por la lógica oligárquica de todos los partidos políticos, mostrando una voluntad masiva de involucrarse en los asuntos públicos, utilizando los mecanismos legales, que los hay, y derrotando a esas oligarquías partidarias de modo de disolver el muro que hoy separa a la sociedad política de la sociedad civil.
Pero eso se logra con participación, con involucramiento, con vocación pública, no como un bien que se “dona” a otros, sino como un acto egoísta en pos de la recuperación de la soberanía popular. El menú electoral sesgado y reiterativo (suele escucharse “siempre son los mismos”), es buena parte responsabilidad de la sociedad, desidia aprovechada por quienes controlan la oferta electoral para restringirla a ellos mismos.
La solución pasa, repito, por involucrarse, por salir a presentar batalla para recuperar la legitimidad de los actos de soberanía popular. Mientras tanto, las leyes que están, aún con la sombra de presunta ilegitimidad que se cierne sobre ellas, producto del rechazo que provoca la generalidad de los representantes, siguen siendo la mayor expresión de soberanía popular que existe, la que nos hemos esmerado por tener, y la que tenemos que respetar y hacer respetar, si queremos que nos queden chances de recuperar la legitimidad de la legalidad.