Por: Horacio Minotti
Una revolución es un movimiento político-social que pone en crisis un orden legal vigente, habitualmente por considerarlo injusto o nocivo. Es una acción colectiva, de la que participan amplios sectores de la sociedad y que cuenta con algunas características básicas: una crisis del sistema de poder establecido; el objetivo de un cambio de régimen y autoridades, y el uso de algún modo de violencia para llegar a esos fines.
La Argentina necesita una revolución, pero inversa. Es decir, necesita un profundo cambio que parta en común desde la política y la sociedad, una contundente acción colectiva con amplia participación social, para cambiar el orden establecido; pero extrañamente no el orden jurídico, sino el orden de hecho.
Una cadena de eventos durante el siglo XX y lo que va del siglo XXI ha generado que nuestro país esté en manos de un sistema de hecho al margen del derecho. Curiosamente nuestra revolución debe consistir en volver a la ley como herramienta de gobierno y convivencia social. Es la revolución inversa, porque no apunta a cambiar el orden jurídico, sino a que éste impere sobre los deseos individuales de una o varias personas. Y es inversa porque se trata de volver al imperio de la ley y la Constitución, sin violencia, porque las leyes no otorgan a los agentes sociales posibilidades de utilizarla en ningún aspecto.
La revolución inversa que requiere la Argentina debe estar retroalimentada en un círculo virtuoso entre una dirigencia diferente, tenaz y legalista, que se complemente con una sociedad que, hastiada de la marginalidad, controle e impulse a sus gobernantes circunstanciales al cumplimiento de las normas. No más “roban pero hacen”. Nuestra revolución inversa debe derribar el mito ridículo de que no puede gobernarse con la ley en la mano, y que el ocasional mandatario está por sobre las leyes; por el contrario debe reafirmar que no hay mejor modo de ejercer el mandato que en estricto cumplimiento de las normas que nos son comunes a todos, y el mandatario es el primer vasallo de ellas.
¿Cómo puede gobernarse a sí misma una sociedad donde la “clase política” es un compartimiento estanco, separado por una pared de hormigón, del resto de los ciudadanos? ¿Qué alcances realmente democráticos tiene una sociedad de este tipo? La revolución inversa debe apuntar a disolver esa pared. La democracia consiste en que los ciudadanos se turnen en la administración de los asuntos de interés colectivo, por ende, la existencia una “clase política” que monopolice la variedad de la oferta electoral destruye el concepto de democracia.
El kirchnerismo posiblemente haya cumplido una función social. Porque ha encarnado la exacerbación de todos los aspectos repugnantes a la ley, ha contrapuesto los dichos con los hechos de modo grosero y fácilmente perceptible y ha radicalizado la distinción impropia entre los que gobiernan y todos los demás, y eso ha acelerado el proceso de revolución inversa, porque generó un proceso de profundo rechazo social a todas esas situaciones y el deseo de cambio, que ha puesto a la Argentina en el camino de un mani pulite, un tsunami social de cambios profundos, un proceso de regreso al apego a la legalidad y la revaloración de la convivencia pacífica perdida.
Obviamente sin desearlo, posiblemente el kirchnerismo, en su exceso de autoritarismo, egolatría, agresividad y desapego a ley, ha disparado la revolución inversa. Hacia ella vamos, tal vez sin darnos cuenta, buscando entre nosotros mismos el grupo de personas emanadas del mismo cuerpo social, que garantice el camino del cambio, que resulte el mejor vehículo de la revolución inversa. Está a la vuelta de la esquina, el proceso empezó y es inexorable.