Por: Horacio Minotti
No voy a poder omitir una serie de consideraciones personales y subjetivas en estas líneas, lo anticipo ahora para evitar al lector desprevenido. Porque he tenido el enorme honor de conocer al doctor Carlos Santiago Fayt, incluso de decirme su amigo. No se puede menos que sentir aprecio, cuando la generosidad toma caminos tan auténticos, cuando semejante personalidad se aviene sin pretensión de intercambio, a volcar hacia un simple abogado, todos sus conocimientos, sus vivencias, su extraordinario saber: Fayt es un hombre sabio y bueno, lo cual lo hace increíble.
Me hizo el honor de prologar mi primer libro, “La Fiesta de la Oligocracia”. Leyó la primera versión “en crudo”, y me sugirió alternativas, con la humildad de los que son muy grandes de verdad. Lo conocí hace muchos años, y del primer encuentro me fui con siete libros de su autoría, extraordinarios, que pretendió que supiese como para intercambiar ideas, solo 20 días después, cuando nos vimos por segunda vez.
No creo que estas líneas sean para que recite el curriculum vitae de Fayt, los invito a hacerlo en la página web de la Corte Suprema; si tienen tiempo por cierto. Cuando lo hagan no les quedarán dudas: estamos ante el jurista vivo más importante del país y ante uno de los dos o tres más destacados desde nuestra historia. A la altura de Juan Bautista Alberdi o de Dalmacio Vélez Sarsfield. Y si aún posee el lector más tiempo, los invito también a leer sus fallos, verdaderas obras doctrinarias para los anales del derecho internacional.
Supo Fayt también enfrentar con hombría y coraje los arremolinados tiempos políticos que le tocó vivir en sus años en la Corte Suprema. Asumió en 1983 con el primer gobierno de la democracia, y siendo que nunca antes había sido juez, ni funcionario de ningún poder del Estado. El día que prestó juramento, le dijo al presidente Raúl Alfonsín que lo había nominado para integrar el Alto Cuerpo: “sepa usted que mi rol exige que esta sea la última vez que hablemos”. Ese es el concepto de Fayt sobre la República y la independencia que exigía su función dentro de la cabeza del Poder Judicial.
Y así se manejó el tiempo subsiguiente, costase lo que costase. La primera intentona por destituirlo se produjo en el gobierno de Eduardo Duhalde. Y por cierto fracasó. No solo eso, cuando los miembros de lo que se llamó la mayoría automática menemista del Alto Tribunal (que jamás integró y frente a la que votó siempre en disidencia), comenzaron a abandonar sus cargos por la presión oficial, Fayt asumió la presidencia de la Corte y capitaneó una profunda crisis, con inteligencia y la cintura política de un experto.
Después vinieron las múltiples y diversas ofensas del kirchnerismo, la mayoría de ellas poniendo el eje en su edad. Claro, resultó imposible hacerlo en base a su capacidad, sus conocimientos o sus fallos. Ni siquiera estaban en posibilidad de cuestionarlos, porque para ello había que entenderlos. También capeó con hidalguía todo esto, que siguió casi hasta hoy. Y renuncio a plazo fijo: al 11/12 de este año. Ni se le ocurra a nadie intentar postular un reemplazo, será el próximo gobierno, el que surja de la voluntad del soberno pueblo, él queda pueda hacerlo. Fayt aún está ahí, y lo estará hasta que llegué la fecha en que el mismo decidió irse.
A principios de este año, tuve una enorme alegría. Un proyecto de mi amigo y referente, el legislador Daniel Lipovetzky, fue aprobado declarando a Fayt, Personalidad Destacada de las Ciencias Jurídicas de la Ciudad de Buenos Aires, por ley de la Legislatura local. Estuve en la entrega de la distinción y su merecido homenaje y puede abrazarlo con emoción. Le agradezco infinitamente a Lipovetzky el proyecto y el impulso, y especialmente el haber podido estar ahí, devolviéndole de algún modo, la infinidad de conocimientos, saber y don de gentes que ha volcado Carlos Fayt en su ejemplar vida.