Por: Horacio Minotti
El kirchnerismo ha sido original, ha llevado a cabo conductas que jamás habíamos visto en otros períodos democráticos o ha profundizado algunas de otros Gobiernos hasta la exageración. La mayoría de sus actitudes resaltan por drásticas, por ostensibles, por desmesuradas.
Hoy podemos observar que no ha existido Gobierno en retirada que haya mostrado más apego al poder por el poder mismo, ni semejante desprecio a la voluntad popular de cambio. No deja de emitir señales descaradas de ello, tanto a nivel nacional como en localidades remotas del interior del país, donde el voto del soberano decidió que no continúen en el poder.
El caso del intendente tucumano de Concepción es paradigmático. Sitiado y amenazado en su oficina por un grupo de empleados políticos a los que cesanteó cuando asumió, como corresponde a toda gestión nueva, sin auxilio de la fuerza pública para normalizar la situación, los punteros lo bloquean y lo amenazan en su despacho.
Todas las administraciones que terminaron desde la recuperación democrática retiraron sus cuadros políticos de la administración. Es cierto que durante esos Gobiernos muchos iniciaron carreras administrativas y se mantuvieron trabajando en el Estado como empleados de la planta estable, pero no lo es menos que en la última etapa de cada período no existió un pase masivo a la planta permanente. Los funcionarios y los empleados políticos saben que terminado su ciclo “vuelven al llano”, en todo caso a recuperar espacio para volver a convencer a la sociedad de sus virtudes. Todos los funcionarios y los empleados políticos, históricamente, ante un cambio de Gobierno, presentan sus renuncias al nuevo jefe de la repartición donde se encuentren. Así ha funcionado siempre.
El kirchnerismo, al contrario, intenta “acovacharse” dentro del Estado, fuerza nombramientos de último momento con maniobras irregulares, como la designación de dos nuevos auditores la semana pasada en el Congreso, lo que implica un claro reconocimiento de derrota electoral, pero además una evidente intención de ocupar espacios de poder, aun contra la voluntad popular. El mandato que el pueblo le dio a esos legisladores oficialistas de modo de conformar la mayoría propia que tienen en la Cámara Baja se lo otorgó hace cuatro años, y si bien mantiene vigencia calendario, ante la inminencia de un cambio de Gobierno indefectible, la coherencia democrática indica que apurar tales nombramientos no es más que un gesto de desprecio a la elección del soberano.
Lo mismo puede decirse del envío de dos nuevos pliegos de postulantes para la Corte Suprema de Justicia. Incluso cuando estos no vayan a encontrar en el Senado el respaldo suficiente, lo que demuestra es la vocación de este estilo de ejercicio del poder.
Han incluso reescrito el Manual del golpista, que explica que se debe simular respetar el resultado de la voluntad popular, conspirar luego en silencio y preparar jugadas subrepticias para hacer tropezar al nuevo Gobierno, empujándolo sigilosamente al abismo. Pues no. Imprimiéndole su estilo, vaticinan todas las desgracias posibles por venir, se atornillan a los cargos para mantener espacios desde donde poner palos en la rueda al Gobierno próximo y hasta llevan a cabo hechos como el de Concepción, en la provincia de Tucumán, para que quede claro que lo que les importa es el poder y no lo que decida el ciudadano.
Buscan nombrar cientos de jueces en su último mes de gestión, y la procuradora general de la nación plantea que va a mantenerse en su cargo a capa y espada. Es cierto que la Constitución le otorga el derecho, pero también lo es que la tradición democrática indica que se pone la dimisión a disposición del nuevo presidente. Especialmente cuando uno se ha proclamado a los cuatro vientos como “procurador militante”, otro hecho inédito en la historia. Cuando manifiestamente y con todo descaro ha pretendido desplazar fiscales que investigaron al poder, los ha trasladado, condicionado y maltratado, para inhibirlos e intimidar al resto. Pretender encadenarse al sillón después de eso es una burla a la sociedad. Una más.
Todo esto sin mencionar los intendentes que vacían sus municipios llevándose hasta los muebles, al límite del robo ridículo. O los que, para el mes de gestión que les queda, se multiplican el sueldo por tres, como si hubiesen hecho poco dinero en los varios períodos que gobernaron. Ni hablar de la usurpación masiva de tierras en Merlo, de la que debe dar cuenta el gobernador en ejercicio, Daniel Scioli (nos habíamos olvidado pero sí, es él), responsable de la seguridad pública y el cumplimiento de la ley en el distrito, el intendente saliente del Frente para la Victoria, Raúl Othacehé, y el que asume el 10 de diciembre, Gustavo Menéndez. Todos del mismo palo, robándose entre sí y, por cierto, al pueblo.
No deja de sorprender el kirchnerismo. Es cierto que 12 años en el poder son tiempo suficiente como para que alguien crea que lejos de mandatario es propietario. Resulta evidente que en la psiquis de esta gente existe la sensación de estar siendo desposeídos de lo que es suyo. Y esto también es nuestra culpa. Demasiados años de cheque en blanco.
Pero, en definitiva, les guste o no a algunos, el soberano es el pueblo, el poder siempre vuelve a él y las instituciones de la república le pertenecen. Parecemos estar asumiéndolo y, si es así, debemos estar alerta para hacer respetar nuestra voluntad. Exigir que nuestro mandato se cumpla, ejercer nuestro inmenso poder como sociedad, el único poder real de nuestra democracia.