Por: Horacio Minotti
En el fútbol de hace un par de décadas, era bastante habitual que los equipos que iban perdiendo un partido y se sintieran impotentes para revertir la derrota terminaran el encuentro con un concierto de patadas, codazos y golpes arteros, como muestra de presunta guapeza que equilibrara su derrota. Los años fueron cambiando la concepción de cómo debe enfrentarse una circunstancial caída y hoy son pocos los encuentros que terminan de ese modo y los que lo hacen son socialmente condenados.
En esta época política algunos sectores del kirchnerismo saliente, bajo la impronta de la Presidente en sus últimos días de mandato, parecen de aquellos viejos equipos de la Copa Libertadores de los setenta. Por cierto que hay dirigentes probos, que siguen una línea racional en la transición, inteligente y adecuada a los tiempos, pero está claro que no son los del riñón de Cristina Kirchner.
Lo primero que hay que mencionar es que este modo de asimilar el cambio político es una muestra de enorme desprecio a la voluntad popular mayoritaria y un símbolo de la autopercepción como una mayoría iluminada, poseedora de la verdad exclusiva, que no merece otra cosa que el gobierno eterno. Sólo alguien que se autopercibe de tal manera, por encima del pueblo mismo, se conduce como lo hace el Gobierno saliente.
Sería muy larga la enumeración de patadas y codazos que distribuye el Gobierno por estos días, pero resultan ejemplificadoras dos situaciones: el nombramiento de embajadores de último momento y los óbices al traspaso del mando al Presidente electo.
El de embajador es un cargo político. El Presidente de la nación lo designa o remueve a su arbitrio. Por ende, investirlo a una semana del traspaso del poder, erogar los 120 mil dólares que se le asignan para sus gastos de instalación, a sabiendas de que en una semana serán removidos, no solamente es una tropelía política, es además un asalto al pueblo argentino, que resulta quien solventa con sus impuestos el enriquecimiento repentino de esos embajadores exprés.
Las dificultades para un razonable traspaso del mando tienen similar lectura, aunque implican circunstancias un poco más graves que el simple asalto a las arcas del Estado. Es un símbolo. Intentar entregar los atributos del mando bajo una convocatoria a una marcha de resistencia a la decisión soberana del pueblo o en un lugar físico donde el nuevo presidente pueda ser abucheado o maltratado, es la exacerbación del carácter dictatorial de una minoría que pretende imponerse por la fuerza. Además, en el primer caso, es un acto atentatorio contra el orden constitucional, de los que contempla la ley de defensa de la democracia.
¿Qué es entonces hoy el peronismo? ¿Una minoría sectaria, golpista e iluminada que busca imponerse por el uso de la violencia a la voluntad mayoritaria? ¿O el traspaso pacífico y ordenado que plantea Florencio Randazzo, la oposición constructiva que inicia Sergio Massa y la impronta de trabajo conjunto que muestra Juan Manuel Urtubey con su colega electo, el jujeño Gerardo Morales?
Nadie puede ignorar que existen oleadas históricas que producen cambios de época claros, y ha habido casos en que el peronismo se ha adaptado a ellas. Poco aportan los juicios contrafácticos, pero después de la derrota de 1983, si Antonio Cafiero no hubiese llevado adelante la renovación que desplazó a la vieja guardia peronista, tal vez, y aun frente a la hiperinflación de la última porción de Gobierno alfonsinista, el peronismo no se hubiese impuesto en 1989. De hecho, en esa elección, y con el recuerdo fresco del viejo peronismo, pese a todo, el candidato radical Eduardo Angeloz obtuvo casi el 37% de los votos. ¿Qué hubiese pasado si la camada justicialista del estilo Herminio Iglesias hubiera seguido en control del partido? Difícil saberlo, pero probablemente la elección hubiera sido todavía más pareja.
Este kirchnerismo es el viejo peronismo de esa época. Más allá de los hechos puntuales del saqueo del Estado, estos últimos minutos en el poder y la violencia ejercida sobre el Presidente electo, ¿cómo sigue el peronismo? ¿Es Urtubey, Randazzo y Massa? ¿O es Cristina, Luis D’Elía y Aníbal Fernández? Vea, en contraposición: el gobernador de Salta logró su tercer mandato con absoluta transparencia y utilizando el voto electrónico; el ex candidato a gobernador bonaerense consiguió el milagro de perder ese distrito para el peronismo por segunda vez en la historia, pero con un aditamento, ya que el anterior candidato derrotado fue Herminio Iglesias, que cayó frente al “Titán” Alejandro Armendáriz. Pero este último fue “pegado” a la boleta de Raúl Alfonsín, que se impuso a Ítalo Lúder en la provincia, al que iba “pegado” Iglesias. Lo de Fernández fue diferente, porque su papeleta iba adherida a la de Daniel Scioli, que ganó en territorio bonaerense. Aníbal consiguió que el votante lo “cortara”. Es el señor Fernández un recordman de la historia justicialista, porque, además, tomando porcentajes, sacó 4% menos que el propio Herminio.
Volviendo a la idea inicial, el peronismo enfrenta el desafío de reformularse y nuclearse detrás de dirigentes sanos y nuevos, con futuro, o atarse al pasado y a la violencia, a una conducta sectaria de minoría violenta y resentida con las masas populares que no lo prefirieron, que es lo que muestra en estos últimos días al frente del Gobierno.