Por: Ismael Cala
El interés por desentrañar el misterio de las emociones se remonta a los mismos inicios de la civilización humana. Bien o mal gestionadas, las emociones son hijas de la vida y no pocas veces, según Vincent Van Gogh, “capitanean nuestra existencia y las obedecemos sin siquiera darnos cuenta”.
Su lado más oscuro da la cara, precisamente, cuando las obedecemos así y nos dejamos arrastrar por la inmensa energía que generan. Dios nos crea con emociones, pero de nosotros depende gestionarlas, manejarlas con sabiduría y guiar la fuerza que desencadenan a favor de lo más positivo y hermoso que anhelamos en la vida.
Las emociones influyen sobre los tres componentes que definen la existencia del ser humano: el corporal, el mental y el espiritual. El nivel de paz interior y bienestar depende mucho del control que ejercemos sobre ellas. Cuando nos dominan, desatan reacciones químicas en el cuerpo que dañan tanto la salud física como la mental. En el plano espiritual, las más complejas —ira, miedo, odio— dejan huellas que tienden a enrarecer la felicidad.
Dice el Dalai Lama: “Las emociones son estados mentales y el único método para manejarlas debe venir desde adentro”. “Ellas nacen por influencias externas, pero, después que están adentro, depende de uno mismo impulsarlas a favor de los intereses propios o sufrirlas y dejar que nos dominen”.
Los seres humanos estamos diseñados para crearlas, aprovecharlas o padecerlas, pero nunca para evitarlas. Esto justifica, por supuesto, el eterno interés del hombre por desentrañar sus secretos. En mi libro El analfabeto emocional, que acaba de publicarse, me adentro en el mundo de las emociones e intento revelar sus características y las consecuencias negativas que provocan cuando se nos escapan de las manos.
Resalto la importancia de educarnos emocionalmente, para detectar a tiempo la llegada de una emoción e identificarla. También de contar con la habilidad de gerenciarla y dirigir todo su ímpetu a favor de nuestros propósitos. Dejarse conducir por el primer impulso nada tiene de provechoso. Es síntoma de un analfabetismo emocional que nos hace vulnerables, en medio de esta realidad rigurosa, a veces atolondrada, que nos toca vivir. De nuevo, te invito a la reflexión.