Por: Itai Hagman
A propósito de la reapertura del canje y la necesidad de discutir seriamente que hacemos con la deuda externa.
El gobierno anunció dos medidas para hacer frente al fallo judicial norteamericano que intima a la Argentina a pagar a los fondos buitre, es decir, a los capitales que se hicieron de una parte de la deuda argentina con fines exclusivamente especulativos. Por un lado, se anunció un proyecto de ley para reabrir el canje de deuda para que ese 7% que no ingresó ni en 2005 ni en 2010 pueda hacerlo ahora. Por otro lado, una oferta para el 93% restante que sí ingresó en los canjes anteriores para que cambie sus bonos actuales regidos por la legislación norteamericana por otros bajo jurisdicción nacional.
La decisión de reabrir el canje implica persistir en una política que nos convirtió en lo que la presidenta denominó correctamente “pagadores seriales”. ¿Queremos seguir siendo eso? A su vez, el conflicto con los buitres, nos lleva a cuestionarnos por el problema de fondo de la deuda externa en Argentina. ¿En qué medida realmente fue exitosa la política de “desendeudamiento”? ¿En qué medida los pagos “seriales” de deuda afectan a nuestra economía y las posibilidades de crecimiento y desarrollo? ¿Existe otro camino diferente a quienes nos plantean volver a endeudarnos o a quienes nos proponen simplemente seguir pagando? Las dificultades actuales imponen pensar seriamente estas preguntas.
Durante la década de los noventa fuimos gobernados por endeudadores seriales. La apelación al endeudamiento externo fue el mecanismo que sostuvo la ficticia convertibilidad del 1 a 1 durante diez años hasta que sencillamente no dio para más. La contrapartida para lograr que los organismos internacionales y los mercados financieros nos presten divisas fueron las leyes que profundizaron el modelo neoliberal iniciado durante la dictadura. Una gran parte de esa estructura jurídica y financiera sigue aún vigente, como es el caso de los más de 50 tratados bilaterales de inversión, nuestra pertenencia al tribunal del CIADI o la Ley de Inversiones Extranjeras, todos ejemplos de legislaciones que atentan contra los intereses nacionales.
Cuando estalló todo y la Argentina declaró el “default” la deuda externa sumaba 144.500 millones de dólares, la mayor parte tomada por la dictadura militar y el gobierno de Menem. En ese momento la mayoría de las organizaciones populares que resistieron las políticas de ajuste y represión del neoliberalismo levantaban la consigna “No al pago de la deuda”. No era un capricho o una consigna irresponsable, ya que la deuda externa ahogaba las posibilidades de crecimiento económico, condicionaba las políticas sociales y condenaba a los países del tercer mundo en sus posibilidades de desarrollo. A su vez existían buenos argumentos jurídicos para plantear que al menos una parte importante de esa deuda tuvo un origen y un uso ilegítimo, por lo que le asistía el derecho a nuestro país de negarse a honrar esos compromisos en nombre de nuestra soberanía nacional que había sido violada. Como dijo Alejandro Olmos: “las deudas se pagan, las estafas no”.
El gobierno actual eligió una estrategia diferente, el mentado “desendeudamiento”, que consistió en dos canjes con importantes quitas de capital, pero distintos mecanismos de indexación por los que lograron que el 93% de los acreedores aceptaran las nuevas reglas de juego. A su vez se canceló deuda con los organismos multilaterales como el famoso pago el FMI del 2005 por casi 10 mil millones de dólares. Luego de estos años de desendeudamiento la Argentina logró efectivamente bajar sustancialmente la relación deuda/PBI, lo que ubica a nuestro país en una situación de solvencia en ese terreno. Pero la contrapartida, tal como lo dijo ayer la presidenta, fue convertirnos en “pagadores seriales”, por lo que en estos diez años, según la misma Cristina, desembolsamos 173.733 millones de dólares. Ese dinero representa casi seis veces el nivel de reservas que nuestro país tiene en el Banco Central y el doble de la fuga de divisas que sufrimos en esta década y que motivó el control cambiario y la restricción de compra de dólares.
Hoy la situación económica Argentina impone discutir seriamente cómo superar las limitaciones estructurales para el crecimiento y el desarrollo, que emergen bajo la forma de síntomas coyunturales: falta de divisas, inflación, déficit fiscal. El problema que subyace es la restricción externa que operó históricamente en nuestro país y nuestra región. El crecimiento económico implica una demanda de dólares que nuestra economía no puede generar y la falta de dólares funciona como un factor de estancamiento económico. A su vez, los miles de millones de dólares que todos los años salen del país para el pago de deuda externa se realizan a costa de las reservas del Banco Central que se encuentran en franca caída. La “espada de Damocles” de la que hablaba Cristina ayer existe y pende sobre nuestro cuello.
Los sectores del establishment, que en este punto dejan a un lado su faceta opositora y acuerdan con el gobierno en seguir pagando, proponen salir de este esquema con las recetas ortodoxas: devaluar la moneda, achicar el gasto, volver a endeudarnos con los mercados internacionales. Si queremos evitar estas salidas, la discusión sobre el pago de la deuda externa debe ponerse sobre la mesa. El pago sistemático no presenta sólo un dilema moral en relación con la legitimidad de la deuda contraída, sino un componente fuerte de la restricción actual que sufre nuestro país.
Una medida imprescindible para relanzar la estrategia de nuestro país en este terreno es la realización de una auditoría sobre el conjunto de la deuda, con el objetivo de discriminar aquella parte que resulta fraudulenta o ilegal, siguiendo las investigaciones existentes. Mientras tanto, los pagos deben suspenderse. Ese es el camino que siguió Ecuador de manera exitosa, a diferencia de nuestro país. Como dijo la presidenta, el origen del dinero pagado a los especuladores es el fruto del esfuerzo de millones de argentinos y argentinas que dejan su energía en su puesto de trabajo. Por esa razón, ese dinero debe ser puesto en función del desarrollo nacional, y no en las arcas de los especuladores.