Por: Itai Hagman
A raíz de los cambios en el gabinete, casi todos los análisis periodísticos centran sus elucubraciones en las características personales de los funcionarios. Los antecedentes académicos de Kicillof, el pragmatismo político de Capitanich, las “formas prepotentes” de Guillermo Moreno, todos análisis que llevan a conclusiones superficiales. No es que las personas no importen, sino que para intentar interpretar la orientación en la política económica del gobierno deben contemplarse otras variables que exceden por mucho no sólo las características sino incluso la voluntad o las intenciones de quienes ejercen la función pública.
Desde hace tiempo nos encontramos entre los que venimos planteando que la economía argentina se enfrenta a una encrucijada, frente a la que la oposición y los economistas ortodoxos plantean el camino del ajuste y los entusiastas defensores del modelo la tan ansiada “profundización”. Sin embargo, a juzgar por los escasos anuncios económicos y por las medidas que se perfilan, todo indica que el gobierno no convalidará las expectativas ni de propios ni de ajenos. ¿Podrá el kirchnerismo escapar a esta disyuntiva y al menos patear la pelota hasta 2015? ¿De qué depende esta posibilidad?
Una discusión sobre diagnóstico
No negamos que la economía argentina esté atravesando un momento complicado, aunque creemos que no se acerca a la situación de crisis terminal que los pronósticos catastrofistas suelen esgrimir desde las visiones ortodoxas más extremas. Achicamiento del superávit comercial, tensiones cambiarias, desaceleración, proceso inflacionario sostenido, escasez de divisas, caída de reservas y déficit fiscal son algunos de los indicadores de que el momento de bonanza quedó atrás. Sin embargo existe un debate sobre el diagnóstico, sobre sus causas y, a diferencia de lo que pasa en la medicina, parecería que para algunos en el terreno de la economía, la ciencia se construye de atrás hacia delante: primero se tiene la solución y luego de construye el diagnóstico más apropiado para justificarla.
El ajuste es promovido por el poder económico concentrado, incluyendo los sectores que apoyaron y/o apoyan al gobierno actual. Se trata de las principales empresas del país, mayormente de capitales extranjeros, beneficiarias de un modelo de desarrollo centrado en una inserción subordinada y dependiente en el comercio internacional. Por eso ajuste y devaluación son dos palabras que suelen emplearse juntas. Los economistas partidarios de esta receta explican que el “atraso cambiario”, la “pérdida de competitividad”, el “aumento de costos” y el “clima de incertidumbre” tienen un factor desencadenante único, “la madre de todos los problemas”, a saber: la inflación.
Como desde esta perspectiva la inflación es la causa y no una consecuencia de los problemas económicos, deben encontrarle una explicación que no nace de la propia estructura económica sino “desde afuera de ella”, es decir, a partir de una mala política fiscal y monetaria por parte del Estado, que gasta de más, emite dinero excesivamente y no da confianza para las inversiones. Se desprende de este razonamiento que si el Estado no interviniera en la economía en realidad la inflación nunca hubiera existido y no tendríamos problema alguno. En realidad todo lo ocurrido en estos años se explicaría por un contexto internacional formidable para el país (“el famoso viento de cola”) que el gobierno habría arruinado por su propensión a derrochar el dinero demagógicamente (“por su populismo”). La receta por lo tanto es obvia y clásica: hay que devaluar, ajustar, enfriar, para recuperar competitividad, rentabilidad y generar “clima de inversión” para volver a crecer.
Del otro lado, los defensores del modelo construyen su diagnóstico, en el cual todos los problemas que sufre la economía argentina se deben a factores ajenos a la política gubernamental y al “modelo”, fundamentalmente a un cambio en el contexto internacional. Básicamente todo venía muy pero muy bien hasta que el mundo desarrollado entró en crisis (y “se nos cayó encima”). La Argentina habría logrado desentrañar una receta de “crecimiento económico con inclusión social” que fue frenado por factores exógenos. De allí se desprende como conclusión que su propuesta sea simplemente aguantar el chubasco y cuando se pueda ir “por lo que falta”, pero no cuestionar ni siquiera parcialmente los pilares del actual patrón económico ni la política que se desplegó en estos diez años, orientación que al menos una parte de la militancia kirchnerista había interpretado como el momento de la “profundización”.
Todo el diagnóstico de los defensores del modelo está basado en verdades a medias. Es cierto que el déficit energético se explica en parte por el aumento de la demanda interna, pero también que la política energética convalidó una caída sistemática de la producción de gas y petróleo durante diez años. Es cierto que la escasez de divisas se debe al crecimiento de las importaciones necesarias para el desarrollo industrial, pero asimismo lo es que no se ha modificado la matriz productiva por lo que tenemos una industria absolutamente deficiente con un bajo nivel de sustitución de importaciones, y también que una parte importante de los dólares que hoy nos faltan se han destinado al pago de intereses de deuda externa e incluso a sobrepagos con el cupón PBI o directamente se han fugado del país. Es cierto que se han logrado generar puestos de trabajo, pero también que desde el año 2007 el nivel de desempleo y de altísima precariedad laboral se encuentran estancados en los mismos valores, es decir que hace seis años que no se vislumbran avances en este terreno. Es cierto que el déficit fiscal se debe en parte a gastos sociales relevantes, como la Asignación Universal por Hijo, pero también que se destinan de manera sumamente discrecional cuantiosos subsidios a capitales que no cumplen con las pautas de inversiones y utilizan los recursos públicos para fugarlos como ganancias. Podríamos seguir con una larga lista de etcéteras, en donde lo que se observa es una importante subestimación de los problemas autoinfligidos por la política oficial y de los factores estructurales que el gobierno ha dejado inalterados y son necesarios poner en discusión para plantear un modelo de desarrollo que permita resolver los problemas que sufre el pueblo argentino.
La fuga hacia adelante
Todos los gestos gubernamentales parecen indican que sí existe una estrategia, pero que habrá que evaluar su asidero, ya que medidas como el blanqueo de capitales, los controles de importaciones y los acuerdos de precios arrojaron muy pocos o malos resultados. Los arreglos con el CIADI, las negociaciones con el FMI y el Club de París, el acuerdo de indemnización con Repsol, todo apunta en una misma dirección. El gobierno pretende hacer los deberes para conseguir los dólares en el mercado internacional a través de distintas formas de endeudamiento y de inversiones con el objetivo de descomprimir la restricción externa y reducir la brecha cambiaria.
Es probable que el kirchnerismo no quiera hacer el ajuste en los términos en que se plantea desde el establishment. Los costos sociales y políticos serían altísimos. Pero tampoco se propone avanzar en un programa de transformaciones estructurales, que implicarían discutir seriamente cuestiones como una reforma tributaria progresiva, el perfil de especialización de la industria nacional guiada hoy por criterios de rentabilidad del mercado y no por una planificación estratégica (el caso del “boom automotriz” es el más elocuente), la derogación del andamiaje jurídico neoliberal vigente, el rol del Estado en relación con los recursos naturales y el comercio exterior, la necesidad de replantear la estrategia sobre la deuda externa, por mencionar algunas de las cuestiones de peso.
¿Existe un camino alternativo al ajuste sin hacer cambios de fondo? En el mediano plazo, no. La economía capitalista funciona en base a ciclos que indudablemente requieren de crisis y ajustes que vuelvan a hacer andar el proceso de acumulación de capital. En la historia argentina siempre estuvieron vinculados a crisis en la balanza de pagos combinados con situaciones inflacionarias que se resolvieron con ajustes devaluatorios.
De allí este intento de escapar a las presiones por arriba. El problema es que en el mercado internacional de capitales nada es gratis. Conseguir dólares tiene la “ventaja” de ofrecer un parche de corto plazo que evite el ajuste y la devaluación brutal. Pero como el huevo y la gallina, entre endeudamiento y ajuste no está claro qué viene primero. Para evitar el ajuste se buscan divisas afuera, pero para conseguir esos dólares hay que hacer algunos ajustes.
Por eso la estrategia es fuertemente limitada. En el mejor de los casos, si la inyección de divisas permite liberar importaciones y reactivar parcialmente la economía, se podrá patear la pelota hasta que la restricción vuelva a actuar. Si no alcanzan, las presiones para realizar ajustes más duros serán cada vez más fuertes. En el medio, sigue pendiente la necesidad de abandonar la perspectiva de la simple administración del modelo económico vigente, para avanzar en una estrategia de transformaciones estructurales que ponga al Estado no como gestor sino como planificador del proceso económico en función de las necesidades de la población. Este camino difícilmente pueda hacerse en forma consensuada con el poder económico y obligaría a afectar los intereses de quienes ganaron siempre a través de todas las décadas y los ciclos económicos.