La lenta agonía de la república

Jorge Alberto Diegues

El paso de la democracia hacia el autoritarismo no siempre aparece como un cambio radical en el régimen institucional de los estados; en muchas oportunidades, se vislumbra como un proceso gradual. Actualmente, el fantasma del autoritarismo aparece disfrazado, oculto, a través de gobiernos populistas que so pretexto de llevar adelante justas reivindicaciones sociales, le retiran al pueblo todas las libertades que le prometen. Esos gobiernos surgen con una legitimidad de origen a través del sufragio, pero cuando llegan al poder se encargan de concentrar todas las prerrogativas en el jefe de Estado. La técnica que opera para ello es el vaciamiento institucional, algo así como la “succión” hacia el órgano ejecutivo de los poderes proyectados como independientes por la Constitución. El proceso descripto suele comenzar con el agotamiento de los partidos políticos tradicionales. A partir de allí le sobrevienen cuatro etapas: la cooptación del Poder Legislativo por parte del órgano ejecutivo; el copamiento del Poder Judicial, arrebatando la independencia de sus jueces; la profundización del acallamiento de la oposición política, a través de la aniquilación de la prensa libre y, finalmente, la subordinación, lisa y llana, de las libertades individuales al interés superior del Estado. Fue este el proceso que se vivió en Alemania con el advenimiento de Adolf Hitler, quien tras llegar al poder legalmente bajo la Constitución de la República de Weimar (paradójicamente, una de las más brillantes del siglo XX) obtuvo en un corto período de tiempo la suma del poder público.

Desde dos décadas a esta parte, la República Argentina viene experimentando un paulatino pero constante deterioro institucional, el cual se ha visto acentuado desde 2005 merced a diversas políticas empleadas por quienes actualmente ocupan las funciones de gobierno. La reforma judicial propuesta es el último pero quizás más lacerante capítulo que acentúa ya indisimuladamente una vocación hegemónica que, de prosperar, puede acabar con la forma republicana de gobierno. Fundada en el “proceso de profundización democrática que goza la República Argentina”, y en la necesidad de acentuar la participación de la comunidad en el proceso de la justicia, la reforma se ha plasmado en seis proyectos de leyes -algunos ya convertidos en ley-, dos de los cuales merecen severos reparos constitucionales. El primero de ellos se centra en una radical modificación del Consejo de la Magistratura. Este órgano tiene a su cargo la administración del Poder Judicial y la designación y acusación de todos los jueces, a excepción de los de la Corte Suprema. Fue incorporado en la reforma constitucional de 1994 con el objetivo, según explicó Raúl Alfonsín, de “otorgarle independencia e idoneidad al Poder Judicial” y poner “punto final a los persistentes intentos de partidizar la administración de justicia”. Las modificaciones proyectadas por el Poder Ejecutivo amplían de 13 a 19 la cantidad de miembros del Consejo de la Magistratura, prevén la elección popular de los representantes de los abogados, jueces y académicos, los que deberán figurar en la boleta de algún partido político; facultan al plenario del Consejo a aprobar las ternas de los candidatos a jueces que el órgano enviará al Poder Ejecutivo y a aplicar sanciones disciplinarias, acusar a los jueces y suspenderlos en el ejercicio de sus funciones con el voto de la mayoría absoluta de su miembros, contradiciendo al artículo 110 de la Constitución Nacional que garantiza a los jueces la permanencia en sus cargos mientras dure su buena conducta. Con estas medidas, el partido político que gane una sola elección contará con 13 de los 19 miembros totales que integrarán el Consejo de la Magistratura, obteniendo el control del Consejo y la potestad de designar y suspender a los jueces sin el consenso del resto de las fuerzas políticas.

La segunda propuesta de reforma, ya convertida en ley, apunta a las libertades individuales al cercenar las medidas cautelares contra el Estado confinado su vigencia a un límite máximo de seis meses. Con esta reforma, además de violar el derecho de acceso a la justicia protegido por la Constitución y los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, el país retrocede casi 100 años y se remonta  a la ley 3952 en la que cualquier particular que demandase al Estado debía contar con la previa autorización del Congreso, todo ello a más de ignorar la lección que nos dejó el siglo XX, que ha demostrado con creces que las más crueles violaciones a los derechos humanos han provenido desde los Estados.

Poco a poco, la llama de la República que encendieron por primera vez nuestros constituyentes en 1853 va apagándose lenta pero inexorablemente. El Poder Legislativo es hoy el “Congreso de la mayoría automática”, que vota sin debatir todo y sólo lo que quiere el Presidente de la Nación; los partidos políticos se hallan sumidos bajo facciones; los medios de comunicación están en su mayoría bajo el control de los acólitos del gobierno, y las libertades individuales van perdiéndose día tras día a partir de medidas regulatorias dictadas por funcionarios de segundo orden. Ahora es el turno del Poder Judicial, el único órgano de control que queda en pie.

Pero quizás lo más llamativo es que todo esto ha sido hecho en nombre de una concepción de la democracia impregnada de un misticismo irracional que desconoce que hasta la democracia misma también tiene sus límites republicanos. El principio cardinal de la democracia popular es el gobierno de las mayorías; quien desconozca esto en toda su dimensión reniega en el fondo de la democracia. Pero para que la democracia sea además una república el gobierno debe anclarse a ciertos “límites” que sirven de garantías institucionales para la convivencia de “todos”. Cuando el gobierno de las mayorías observa estas premisas puede decirse que estamos ante una democracia republicana; cuando ostenta todos los poderes, sea en uno o en varios magistrados, es un despotismo electivo. Cicerón observó tempranamente que bajo el imperio absoluto de una facción no puede decirse que existe república. Por esto mismo, la democracia moderna no es sencillamente el gobierno del pueblo, sino siempre es el gobierno del pueblo por ciertos canales preestablecidos, de acuerdo con ciertos procedimientos predeterminados, siguiendo ciertas normas electorales prefijadas.

La democracia republicana descansa entonces en dos postulados infranqueables: la protección de las libertades individuales y la división del poder para evitar su ejercicio abusivo. El  abuso de poder, provenga de donde provenga, es la esencia misma de la tiranía. Dos mil quinientos años atrás, Platón escribió palabras que, lamentablemente, parecen más vigentes que nunca: “Por lo pronto, en sus primeros días de dominación, ¿no sonríe [el tirano] graciosamente a todos los que encuentra, y no llega hasta decir que ni remotamente piensa en ser tirano? ¿No  hace las más pomposas promesas en público y en particular, librando a todos de sus deudas, repartiendo las tierras entre el pueblo y sus favoritos, y tratando a todo el mundo con una dulzura y una terneza de padre?”. Cuando el protector del pueblo llega al poder “no creas que se duerme en medio de su poderío; sube descaradamente al carro del Estado, destruye a derecha e izquierda todos aquellos de quienes desconfía, y se declara abiertamente tirano”.

La democracia es el gobierno por discusión pública y no sólo la imposición de la voluntad mayoritaria. La historia es el más fiel testigo que la mayor parte de los tiranos comienzan por ser demagogos, cortejan servilmente al pueblo y terminan pisoteando todas las libertades que le prometen. Por ello es importante comprender que lo “contramayoritario”, en su justa medida, como un anticuerpo, es también parte integrante de la democracia.