Por: Jorge Ramos
Nada aquí es fácil. Nada fluye. Todo se tiene que discutir, negociar y acordar. Y después de hacerlo, hay que empezar de nuevo. Esta maravillosa y milenaria ciudad alberga, dentro de sus muros, el principal problema internacional de nuestros tiempos: ¿Cómo lograr la paz entre Israel y los palestinos?
Israelíes y palestinos, les guste o no, están condenados a vivir juntos en un territorio muy pequeño. Ninguno de los dos grupos se va a ir a vivir a otro lado. Pero todavía no se ponen de acuerdo en las reglas de su obligada convivencia.
En una reciente visita a Israel y a los territorios palestinos, el extraordinario guía que me acompañó sufría para describir los lugares que me mostraba. “Este es un lugar liberado, según Israel, u ocupado, de acuerdo con los árabes”, me decía. Uno de esos lugares liberados/ocupados fue Belén. Desde luego, no deja de sorprender que donde yace una estrella plateada con 14 puntas nació, según la tradición cristiana, el hombre que originaría una de las religiones más importantes del planeta. Pero a mí lo que más me impresionó fueron los muros que dividen a Belén de Israel.
He ido muchas veces a la frontera entre México y Estados Unidos, pero nunca he visto nada similar a lo que vi rodeando a Belén. Es un muro infranqueable de cemento, de ocho metros de altura. Israel mandó construir el muro a lo largo de una parte de su frontera con Cisjordania después de la llamada “segunda Intifada”, que comenzó en el 2000.
Belén y el resto de Cisjordania cayeron bajo el control militar de Israel desde la Guerra de los Seis Días en 1967, y su población, mayoritariamente palestina, vive a la sombra de ese muro. Los palestinos tienen permisos, cortos y restringidos, para cruzar el muro. En el lado palestino leí sobre el muro un grafiti proclamando protestas y resistencia; ese mismo muro, del lado israelí, era impecablemente blanco y vigilado centímetro a centímetro por el ejército. Un poco más al norte la situación es igual.
Jericó, quizá la ciudad más antigua del mundo, está a un lado del río Jordán donde Jesús, de acuerdo con La Biblia, fue bautizado. Pero cualquier turista tiene que pasar, inevitablemente, las revisiones de soldados israelíes al entrar y salir de la ciudad. La tensión en esa frontera es palpable; nadie sonríe, vi puños cerrados y rifles atentos. Pero el verdadero punto de tensión es Jerusalén.
Jerusalén, desde luego, es la capital oficial de Israel. Pero la decisión de muchos países de tener sus embajadas en Tel Aviv es reflejo de un intenso y delicado debate. Israel y los palestinos reclaman Jerusalén como propia. No son los primeros en hacerlo. Igual lo hicieron hace muchos siglos romanos, otomanos y bizantinos, entre otros.
Más que un Jerusalén dividido, mi impresión es que se trata de una ciudad compartida. Por la fuerza de la historia, sí, pero compartida. En sólo unos pasos se va del sector musulmán al armenio y de la Iglesia del Sepulcro de Jesucristo al Muro de los Lamentos. Dividir Jerusalén para alcanzar algún tipo de acuerdo de paz entre israelíes y palestinos, requeriría un enorme esfuerzo diplomático, mucha buena voluntad y tolerancia de ambas partes, un curso maestro en geografía e historia y, aún así, dejaría a muchos inconformes. Es el reto de vivir juntos. Éste es uno de los grandes dilemas de nuestro mundo. Todos han fracasado en su intento de encontrar una solución al tema de Jerusalén. Todos. Y la fórmula de paz a cambio de tierra nunca se ha materializado. Para eso se necesitan dos condiciones:
- que los palestinos reconozcan el derecho de existir al Estado de Israel;
- que se ponga un alto a los asentamientos israelíes y termine el control de Israel en Cisjordania.
Durante el viaje me llevé el libro “Mi Tierra Prometida” de Ari Shavit. Fue un buen compañero. Nada ha sido fácil en estas tierras, nos cuenta Shavit. Todo es complicado. Cada rincón tiene un pedazo de historia. Hay siempre puntos de vista opuestos. El consenso no existe. Pero la razón y la vida exigen pluralismo y tolerancia, algo que se da en dosis muy pequeñas en esta parte del mundo. Por la fuerza, nada se va a resolver. Es como tirar una piedra en el mar. Una semana después, comprendí la sabiduría de mi guía, quien insistía en describir como ocupada/liberada a una ciudad tras otra. Esta es una tierra donde los enemigos ni siquiera se ponen de acuerdo en las palabras. Así, lo único en que todos están de acuerdo es en que la paz – sin muros, balas y odios – aún está muy lejos.