Por: Jorge Santos
La mentira y la verdad no pueden convivir silenciosamente. Hacen ruido, hacen padecer, enferman. El clima de crispación social existente en el país es la prueba más evidente de que esta inviable relación altera la paz.
En los años de los Kirchner ocupando el sillón de Rivadavia, un torrente de embustes se desparrama sobre los argentinos. Las falacias más grandes son repetidas hasta el cansancio desde la presidente, pasando por el ex mandatario fallecido, por un coro de genuflexos, por la inconmensurable propaganda oficial y por todos los medios de comunicación que conforman el imponente multimedio sostenido con el dinero de todos.
El engaño se manifiesta con tanta indignidad que hasta se distorsionan los índices de pobreza e indigencia; con lo cual se trata de ocultar el hambre en el que subsisten no menos de ocho millones de habitantes. El trillado modelo que generó crecimiento a tasas chinas terminó convirtiendo a la llamada “década ganada”, en década malgastada.
Las reservas líquidas son mínimas, los números positivos del comercio exterior se transformaron en rojos, obras de infraestructura prometidas quedaron en anuncios, la inflación crece y sirve para financiar a un Estado sin recursos, se ha perdido el auto abastecimiento energético, las inversiones son casi nulas y las que llegaron en los últimos tiempos, siguieron el camino de tantas otras que se fueron.
La economía está en manos de un grupo de inhábiles que viven buscando culpables, mientras emparchan los problemas con torpes resoluciones y aprietes que agravan una situación desmadrada. Lo único que sobra en el manejo de los recursos es la corrupción. Muchos que creyeron que el relato respondía a la realidad se han dado cuenta que fueron engañados; mientras que los que no creyeron en la fantasía pergeñada se sienten impotentes frente a una situación que los desborda. La gente luce enojada; se siente defraudada.
Para colmo, Cristina Fernández no escatima en auto elogios, envanecimiento, denostaciones, agresiones, intolerancia; y es la abanderada de un mundo irreal en el que cree. Su “vamos por todo” es la peor afrenta que la primera mandataria le puede hacer a la democracia que pregona pero no condice con su afán de obtener la suma del poder del Estado al cual considera propio.
En la ley de Medios, en la búsqueda de llevar a la bancarrota a los medios libres e independientes cortando el acceso a la publicidad estatal y ahora también privada, en el proyecto de eternizarse en la Rosada; y en la democratización de la justicia se encierra el inocultable objetivo de terminar con lo que resta de la República. En la larga lista de enemigos que confecciona y actualiza la jefa del Estado se encontraba el cardenal de Buenos Aires y primado de la Argentina, Jorge Bergoglio. Impensadamente para la mujer del luto eterno, Jorge se convirtió en Francisco; a pesar del dossier preparado por el propio gobierno para impedir que este llegara a ser elegido el sucesor de Benedicto XVI.
Bergoglio pasó de repente a ser el único argentino que tiene poder mundial. Algo intolerable para Cristina. La primera reacción de la habitante de Olivos fue ordenar a sus cuadros de apasionados de élite agraviar, calumniar al flamante Papa.
Inicialmente, Cristina no advirtió que la fe puede más que el fanatismo. Más tarde llegó a sus manos una encuesta que señalaba que el 85 % de los argentinos coincidía en que el Papa podría solucionar las dificultades internas que tiene la Iglesia; y un 90 % se mostraba se mostraba “feliz” o “muy feliz” por su elección.
Fue así que no dudó en enfilar con una importante comitiva hacia Roma; mientras su tropa desentonaba entre las ofensas y los elogios. Dotado de un carisma y de una humildad inigualable, el papa Francisco se ubicó en el corazón y en la esperanza no solo de los argentinos, sino también de los católicos y de otras creencias del mundo entero.
Francisco habló de no dejarse robar la esperanza, esa que buena parte de los argentinos habían ubicado en el arcón de los recuerdos. También denunció la corrupción, la sed de poder y de dinero, las divisiones, las injusticias, las guerras, la violencia, los conflictos económicos que golpean a los más débiles, los crímenes contra la vida humana y contra la creación.
Cristina Kirchner, ni lerda ni perezosa, se dio cuenta que era buen negocio adueñarse del Papa, para ganar las legislativas que la habiliten a una re-re elección. Mandó a su tropa a cambiar el discurso. Hebe de Bonafini, quien tomó la Catedral de Buenos Aires y hasta usó los confesionarios para hacer sus necesidades, le escribió una carta elogiosa al Papa Francisco; y hasta Luis D’Elía dijo sentir admiración por la foto que publicó Clarín de la presidente saludando al Sumo Pontífice.
La falta de escrúpulos del gobierno para girar de la noche a la mañana sobre sus pasos llegó a la propia presidente quien se impregnó de una alocución absolutamente distante con su forma de ser. Más papista que el propio Papa, Cristina llegó a decir, entre otras cosas:
-”No podemos tener la soberbia de pensar que nunca nos equivocamos”.
-”Quiero decirle a los 40 millones de argentinos que la patria es de todos y necesitamos que todos puedan tener los mismo derechos”.
-”Los que más responsabilidad tienen para que la transformación siga adelante son los que están convencidos de esta transformación. Tienen la obligación de ser los más comprensivos, los más inteligentes, los más tolerantes”.
-”Bueno, tolerancia no, aceptar es la palabra adecuada”.
-”Necesitamos esta maravillosa libertad en la que todos pueden decir lo que quieren y lo que piensan. También vamos a luchar por más igualdad. Por los que menos tienen, por los más pobres, para estar allí junto a ellos”.
Una sobreactuación exagerada, evidente; se vio superada inmediatamente por los escraches a Eduardo Buzzi, Jorge Lanata, Mariano Grondona, Mauricio Macri, Mirtha Legrand y Héctor Magnetto en Plaza de Mayo. Lamentablemente, el discurso presidencial, ahora conteniendo palabras agradables, esconde la cuota de engaño que caracteriza al gobierno