Por: José Benegas
Una de las diferencias que separan al pensamiento liberal del socialista es la suposición en el segundo caso de que el mundo ha sido dotado de un stock de riqueza, derivado a su vez del mito de la Tierra heredada por un Creador.
Quien resumió esta idea llevándola a la economía fue el pensador francés del siglo XVI Michel de Montaigne, quien aseveró que “la pobreza de los pobres se debe a la riqueza de los ricos”.
Ésa es la suposición que tiñe a todo el pensamiento que se denomina a sí mismo “progresista” con todos sus matices y grados en cuanto a profundidad o superficialidad. Ludwig Von Mises le asignó con razón el carácter de dogma.
Si fuera cierto, la vida sería una lucha por conseguir bienes quitándoselos a otros y el hombre sería su peor enemigo. La política sería el campo para dirimir violencia y riqueza y todo depende de quiénes ganen. Si ganan los malos, querrán todo para ellos; si ganan los buenos, nos mantendrán a todos más o menos bien alimentados.
Es fácil así entender por qué para muchos la política o la economía son sólo concebibles como una lucha eterna de clases para determinar cómo se va a distribuir el legado y quién estará encargado de llevarlo a cabo.
El capitalismo, por lo tanto, para este pensamiento, vino a arruinar el Edén. Así es que Hugo Chavez piensa que el capitalismo destruyó al planeta Marte, exprimiéndolo.
No se qué habrá pasado con Marte pero es evidente, es decir, está disponible para quien lo quiera ver, que los bienes que nos rodean, que usamos y consumimos no estaban aquí en tiempos de (un supuesto) Adán. La lechuga de nuestra ensalada tal vez existiera como especie, pero fue la acción del hombre la que la multiplicó y la trajo hasta la ensaladera. Lo mismo pasa con la venda utilizada para curar un esguince, el teléfono celular, la ropa. Cualquier cosa que usemos tiene poco de herencia ancestral y mucho de actividad actual o reciente.
Eso es porque la riqueza es más que nada un flujo. Algo que es creado y distribuido en un contexto de colaboración, no de decisiones políticas. Lo que la política, la arbitrariedad y sobre todo el resentimiento producto de los dogmas no revisados ponen en peligro es ese flujo indispensable para nuestra subsistencia.
Una parte importante del pensamiento político ha estado preocupado por hacer justicia sobre la base de ese mito de la herencia y por tanto también de la igualdad del hombre ante la vida, que no es lo mismo que la igualdad de derechos.
Pero ¿qué pasa si el stock no tiene la importancia que se le asigna? Ese es el descubrimiento implícito en los inmigrantes. Se mueven hacia lugares donde hay mayor riqueza, pero no mayor riqueza de ellos mismos. Incurren en costos para su traslado de modo que al llegar se han empobrecido respecto de su situación al partir desde su lugar de origen. Se instalan allá donde son más desiguales aún que en su lugar de origen.
El hombre acumula bienes para consumir en el futuro y para potenciar la producción mediante maquinaria y tecnología. Apoderarse de ese stock es sencillo, requiere un rapto de violencia que a la luz del pensamiento colectivista se llamará “justicia distributiva”, lo que nunca se podrá socializar es el flujo que originó esa acumulación. Acabar con la propiedad no permite apoderarse de la riqueza más importante que está justamente en el flujo del que tales bienes se obtuvieron, si es que no se consiguieron con otros actos de violencia.
Quiere decir esto que se puede asaltar el silo del productor agropecuario y quedarse con su cosecha, pero que ese silo se siga llenando es algo que no va a ocurrir sin la regla de la propiedad.
Quien quiera ver un ejemplo de esto puede darse una vuelta por Cuba y comprobar cómo ese paraíso sigue siendo hasta el día de hoy el consumo del capital existente en la década del ’50, con muy poco agregado. Volar por encima de la Isla ya nos muestra su permanente decadencia. Es de los pocos lugares del planeta donde no se ven las marcas de la agricultura en los campos visibles desde un avión. El socialismo es el reino de los brazos caídos, del desinterés.
La forma en que los bienes y servicios de ese flujo se distribuyen, si no interviene la violencia, es el sistema de precios. Precio es la tasa a la cual alguien hace o entrega algo porque le conviene más que no hacerlo o no entregarlo, es decir, de manera voluntaria. La fuerza de ese flujo está justamente en eso, en que es la consecuencia de la conveniencia expresada en concreto de cada persona que ha intervenido en la producción y distribución de todo lo que consumimos. No depende de la buena voluntad, ni de los dioses, sino del respeto, la coordinación y el comercio. Es desigual de acuerdo a cómo uno se sitúe o a lo que uno prefiera, pero es la mejor garantía de poder mejorar la situación de cualquier individuo sin perjudicar a los demás.
Las desigualdades mueven a la acción.
Las personas se ocupan por aprender algo que genere dinero o hacerlo del modo en que sus interlocutores lo valoren más. Otras prefieren seguir sus propios deseos despreocupándose de lo que quieran pagar los demás y renuncian a las comodidades. Éste es otro aspecto que el colectivismo distribucionista tampoco incorpora, que es el hecho de que la riqueza es un concepto subjetivo.
Por lo tanto para el hombre el problema no es la justicia en la distribución como sinónimo de igualdad, sino la justicia en las reglas, la exclusión de la violencia y el fraude. Es una justicia en concreto, en las relaciones reales, no una justicia general, social o política entre “clases”.
El hombre colaborando sin ser coaccionado, sin que se le impongan los deseos o ideales ajenos, siguiendo sus pasiones e intereses es la verdadera gallina de los huevos de oro que hay que evitar servir en la mesa.