Por: José Benegas
Si los políticos tuvieran claro qué es un precio, la mayoría se encontraría sin destino y se tirarían por la ventana. Y si la gente tuviera conciencia de lo que se les quita con la expansión monetaria que este gobierno se ha tomado como la panacea populista por excelencia el país estallaría.
El precio es lo que conocemos, la tasa, de una transacción o un cúmulo de intercambios ocurridos sin violencia, en eso que llamamos mercado que es la abstracción del intercambio social realizado de forma pacífica.
Para atacar al mercado lo más común es desconocer que exista siquiera como posibilidad. Entre los seres humanos sólo hay conflictos de intereses y ganar significa someter a alguien que debe perder. ¿Qué necesitamos entonces? ¿Productores? No, defensores y vindicadores, es decir, políticos. Porque ese mundo en el que la gente intercambia lo que tiene por lo que quiere no existe.
Es la explicación perfecta de la propia agresividad, que los otros empezaron primero.
La realidad no es esa. Cuando una transacción ocurre sin violencia y por voluntad de las partes, la tasa del intercambio es un precio. Ninguna otra cosa lo es. Las mercaderías llegan a las góndolas por una sucesión de precios. La gente ha trabajado e intercambiado sin conocerse, siguiendo muchos pasos desde la siembra en el campo, la cosecha, la elaboración del pan, el traslado, la conservación. Y de todos los productos y maquinarias necesarias para auxiliar esa producción. Todos hicieron sus análisis de costo/beneficio y el resultado fue que la lata de arvejas está ahí en la góndola a un precio ofrecida, que el consumidor convalidará en su caso al comprarla o no lo hará, obligando a reconsiderar las decisiones de riesgo tomadas por toda la cadena. Cuando hay precio tenemos la seguridad de conseguir la mercadería a esa tasa porque llega a nuestras manos como consecuencia de que a todos los aportaron algo para que ocurra les convino hacerlo, no fueron obligados. De manera que tenemos buenas perspectivas de saber qué seguirá pasando en el futuro si la violencia sigue ausente.
La inflación altera todas las tasas, lleva a cometer equivocaciones y a calcular mal las relaciones de costos y beneficios. El gobierno imprime billetes, aumenta su oferta y por tanto la moneda que actuaba como referencia vale menos para adquirir productos. El señor que aportó el camión para transportar la harina cobró una cantidad que ya no le rinde de la misma manera para adquirir los insumos necesarios para su labor. Debe recalcular y pedir más billetes para obtener el mismo valor. Una vez que lo hace, el daño de la inflación se ha detenido. La inflación no es el aumento de precios sino la causa monetaria de ese aumento que viene a ponerle fin en realidad.
Si la expansión monetaria llegara a todas las personas al mismo tiempo, los cambios de precios ocurrirían igual pero sin otro efecto que la pérdida de tiempo de cambiar los números. En valores todos estaríamos igual. El daño económico no está en el cambio de precio sino en todo el proceso hasta que todos los precios cambian, incluidos los salarios.
Para ganar más con la estafa inflacionaria el gobierno necesita retrasar la adaptación de los precios. Tiene que sacar ventaja de comprar con la moneda fresca a precios anteriores a su emisión.
Los precios sin inflación se modifican por otros motivos. Cuestiones estacionales, avances tecnológicos, circunstancias personales que hacen que las personas varíen sus cálculos de costo/beneficio para realizar transacciones.
Con o sin inflación alterar los precios significa ir en contra de la voluntad de las personas que hacen los intercambios. En el caso de la inflación, se impide al mercado asumir el problema causado por la emisión. Sin inflación, se altera la evaluación que había realizado la gente de sus costos y beneficios y por lo tanto también se alteran sus comportamientos futuros. En los dos casos el que estaba dispuesto a vender el aceite ya no lo está. En un contexto inflacionario la gente pierde la noción de si está ganando o perdiendo y se resguarda para evitar quebrantos.
Entonces aquella cadena de decisiones que llevó a las arvejas a estar ofrecidas en la góndola se ven violentadas en el final del camino. El dueño del supermercado está ahora amenazado por el Estado, pero no lo está el transportista, al que aquel le comunicará que ya no puede pagar lo mismo por el producto. El Estado entonces tendrá que amenazar también al transportista, y después de él al que le provee el combustible, a su mecánico, después al que sembró y al que fumigó, en una sucesión infinita de garrotazos.
Una vez que se ingresa en el campo de la violencia, no tiene fin. Es el Camino de servidumbre que explicaba Hayek.
Pero por más que para los que se sienten amenazados por la libertad de los demás la violencia es una maravilla, es cara, es imposible poner un policía al lado de cada persona. Por lo tanto aparecen los mercados paralelos y por más amenazas que se realicen en un punto dejan de surtir efecto.
Precios o garrotes, alternativa no hay.
La historia de los controles de precios muy bien contada en 4000 años de controles de precios y salarios de Robert Lindsay Schuettinger y Eamonn Butler, es la de las amenazas, la cárcel, las guillotinas y el linchamiento. Pero jamás dieron resultado, porque se pone a la gente ante alternativas imposibles a un costo político sideral.
Esa es la razón por la que el señor Moreno se encuentra que después de extorsionar a los supermercadistas va a tener que aplicar los mismos métodos con sus proveedores, y después descubrirá que no es suficiente. El gobierno se encamina al suicidio, el problema del país es todo el daño que hará en el camino y lo que costará remontar semejante destrucción.