Por: Julián Obiglio
Hay una imagen del 25 de mayo de 2003 que quedó grabada en mi memoria: Néstor Kirchner asumía la Presidencia de la Nación y mientras festejaba genuinamente su momento triunfal, hacía malabares con el bastón presidencial, jugaba a revolearlo, a que se le caía.
La falta de interés mostrada por ese símbolo, que representa el poder y la responsabilidad que el presidente recibe en representación de todo el pueblo (no solamente del que lo votó), fue una señal de los tiempos que vendrían. Los antecedentes institucionales del recién llegado a la Capital Federal no eran buenos. Los Kirchner nacieron a la vida política en Santa Cruz, donde forjaron una fortuna considerable. Primero al calor de la dictadura militar (o al menos consintiéndola) y luego, en democracia, escalando en la jerarquía de poder del Estado provincial. Encabezaron una gestión plagada de denuncias de corrupción, en la que no se respetaron principios esenciales de la vida institucional. Los ataques a la independencia judicial y a la libertad de prensa vieron allí sus primeros pasos.
La crisis de 2001 hizo que la sociedad pidiera renovación, y que la política aceptara cualquier opción, sin siquiera preguntarse si ello podría implicar un salto de 30 años hacia atrás. Así el bastón llegó al desconocido gobernador patagónico, y cuatro años después, aquel pasaba a manos de su esposa.
Durante los primeros cuatro años del matrimonio patagónico, se obligó a la sociedad a abrir una puerta al pasado que la mayoría pensaba definitivamente cerrada, y las divisiones que todos pensaban que habían quedado atrás, volvieron a florecer. Los nuevos (viejos) paradigmas, el relato, los abusos y tantas otras cuestiones, demostraron que los vicios habían viajado desde el lejano Sur, profundizándose en su ascenso nacional.
Las sospechas de corrupción en la obra pública, el dinero que florecía en el baño de una ministra, los grupos violentos que se adueñaban de las calles y las relaciones carnales con regímenes poco apegados a los principios democráticos fueron sólo algunas de las alarmas que sonaron en la sociedad.
Ante la ausencia de líderes opositores con propuestas, valores y relato alternativo, Cristina Fernández ganó las elecciones del 2007 y las que le siguieron en 2011. Trabas y controles a los sectores más productivos de la economía, ataques constantes al periodismo, cooptación de medios y periodistas, conformación de un fenomenal aparato de propaganda, diseño de una justicia a medida, corrupción generalizada en la dirigencia oficialista, restricciones a la libertad y soledad internacional son la herencia que el segundo mandato de la señora de Kirchner dejará a nuestra golpeada sociedad.
Transcurrió una década desde aquel jugueteo con el Bastón presidencial y en ese tiempo tuvimos muchas posibilidades de ver a los Kirchner en su propio espejo: el que reflejaba la imagen lejana de sus comienzos en Santa Cruz y la otra más cercana, la del autoritarismo, la codicia y la impunidad. Estoy convencido de que hoy la sociedad está pidiendo un cambio de rumbo, de estilo, de talante, de valores y de visión. El trabajo de quienes tenemos la voluntad y la responsabilidad política de representar a esa sociedad está en lograr convertir dicho reclamo en una verdadera alternativa política, para dejar definitivamente atrás una década que dividió a los argentinos y puso en riesgo las bases democráticas que con tanto esfuerzo recuperamos en 1983.
Tenemos frente a todos nosotros la posibilidad de empezar de nuevo. De pasar la página y no volver a mirar atrás nunca más. La democracia nos brinda una nueva oportunidad. El cambio empieza este año con las elecciones legislativas y se consolida en el 2015. Es hora de que finalmente decidamos crecer y demos inicio a un tiempo de progreso, de igualdad de oportunidades y honestidad. Sin dudas la década que viene es mucho más importante que la década que pasó.