Por: Julio Bárbaro
Estamos entrando en el tramo final de kirchnerismo y las opiniones están divididas. El calor oficial impone dos falsedades, la primera -con mucho dinero financiando encuestadores – dice que Daniel Scioli gana en primera vuelta; oculta lo más importante del presente: no podrían ganar en la segunda. Luego, viene el segundo “cuento chino” : “el kirchnerismo va a seguir siendo un poder importante”. El kirchnerismo es un partido del poder; son demasiados los que viven de sus dineros y no quieren ni oír hablar sobre que el Gobierno pueda sufrir una derrota, imaginan que si gana la oposición perderán sus beneficios que son el sustento de sus convicciones.
El kirchnerismo hizo muchos más ricos entre sus seguidores que pobres pudo redimir con sus aportes. La cantidad de afortunados beneficiarios de la corrupción vigente es tanta, que es ahí donde uno asume que casi llegan a instalar un socialismo para ellos. Un socialismo grotesco, enriqueciendo a todos los partícipes de impulsar la causa. Y ellos saben -como buenos cómplices- que son tantos que no hay razones para darle importancia a los pocos que quedaron afuera. Por eso están tan convencidos que si uno no es oficialista trabaja para alguna corporación, no imaginan que nada pueda hacerse en forma gratuita, no imaginan que nadie sostenga sus principios. En eso son iguales a los liberales, no aceptan nada que exista fuera del espacio de las ganancias. Ambos coinciden en definir a la ambición como el único motor de la historia, fuera de ese mundo -para ellos- sólo viven los religiosos y los dementes.
El triunfo en primera vuelta y la eternización del kirchnerismo son las dos premisas sobre las que se asienta el oficialismo actual. Y sin duda la masa media de los opinadores, a sueldo del poder o enfermos de miedos y otras miserias – la gran mayoría de ellos – imagina al kirchnerismo como una enfermedad incurable. En rigor, el kirchnerismo es una concepción del hombre que lo define más proclive al dinero que a la dignidad; una visión que imagina a las convicciones como simples dependencias de las conveniencias. Y hasta el presente casi lo están logrando, han sacado a luz a lo peor de nuestra sociedad, a lo peor de nosotros.
Una Presidenta nos apabulla con discursos sin pensamiento ni profundidad, discursos más propios de una vecina apasionada por sus propias palabras que de una persona responsable del lugar que ocupa. Un grupo de presuntos intelectuales convierte este rosario de lugares comunes en una propuesta de cambio social y demencias imaginarias parecidas. Un conjunto de oportunistas le otorga al autoritarismo vigente características de lucha contra los poderes del mal, las corporaciones y los imperialismos. Cuando los Castro deciden acordar con los Estados Unidos nuestra supuesta jefa revolucionaria elige el camino de China y Rusia. Antes enfrentaron al Cardenal Bergoglio, y nunca defendieron los Derechos Humanos en los tiempos en que hacerlo implicaba un compromiso. El oportunismo como principio esencial, la mediocridad como ideología, la complicidad como ligazón de tantos beneficiarios del bienestar estatal.
El sueño dorado de la Señora Presidenta y sus lacayos de seguir en el poder implica la vigencia de mucho dinero y pocas ideas, de muchos negociados y pocas propuestas para la sociedad. Lo más seductor de estas elecciones es que cualquiera sea el nuevo Presidente siempre va a ser mejor que esta triste combinación entre una discurseadora agresiva y un amontonamiento de aplaudidores mecanizados.
Debemos dejar de calcular si ganan ellos y de tenerles miedo a sus absurdas agresiones. Estamos obligados a la pasión de los convencidos en la grandeza de su causa, de los que asumen ser portadores de la obligación que la historia les depara. Y cuidado con el escepticismo y el cinismo, no son tiempos para refugiarse en esas delicadezas; hacerlo implica apoyar al oficialismo. La obligación está en el compromiso opositor, cualquiera que los derrote va a volver a marcar el camino de las instituciones.