Por: Julio Bárbaro
A la muerte de Herminio Iglesias yo escribí una despedida y el Beto (Norberto Imbelloni) me la agradeció durante años. Me hizo hablar con la esposa de Herminio; no estaban acostumbrados al buen trato de los compañeros que escribíamos.
Yo fui amigo del Beto, como lo fui del “Buscapié” (Rubén) Cardozo. Tuve mucho respeto por Herminio, encontré en ellos un elemento central del peronismo: la reivindicación de los humildes. Venían de abajo en serio, no se habían criado en las bibliotecas, ni siquiera sabían dónde quedaban. Eran duros, forjados en la vida —con poco o nada en sus infancias—, expresaban como nadie la cultura de la calle, la de la vida, la de la noche, la del dolor. No eran mafiosos, como los querían definir los elegantes, tampoco santones, como los imaginaban algunos fanáticos de la política.
Durísimos y románticos, buscando siempre el gesto de grandeza, algo difícil de encontrar en aquellos a los que la vida les regaló todo y no se sienten obligados a nada. Alguno me acusará de defender a personas que tenían relación con el delito. En rigor, la política los sacaba de la marginalidad, no como tantos, demasiados, a los que la política los inició en el mundo del delito y la gran mayoría de ellos con dignas carreras universitarias.
Yo no puedo olvidar al Buscapié Cardozo inventar una coima para llevar todo el dinero a pagar la operación del corazón de un amigo. Ni se le ocurría ahorrar, todo era generosidad. Y a Herminio, cuando se ofreció en plena dictadura junto con Paulino Niembro para llevar el documento donde el peronismo defendía a los derechos humanos. Eran tiempos donde no había abundancia de militantes, pero la dignidad no había todavía sido sustituida por las pretensiones ideológicas de los que se dedicaban a tareas rentables.
Cuando fuimos al Congreso de la Pampa, éramos absoluta minoría. Saadi y sus muchachos se habían adueñado del partido, nosotros intentábamos impulsar la renovación, una manera de cambiar la conducción que nos había llevado a la derrota. Parecido al presente, pero mucho más digno.
Fuimos con Roberto Digón y Roberto García a almorzar a un restaurant los tres solos, al rato ingresó un grupo de sindicalistas. Eran muchos, daba la sensación de que no la teníamos fácil. Alguien lo provocó a García; éste, con pocas pulgas, le respondió muy duro. Hubo un momento de tensión hasta que el Beto se paró y vino a sentarse a nuestra mesa diciendo: “Yo siempre estoy con los que son menos”. Y comió con nosotros. Esa quijotada nos salvó de un mal rato. Ese comportamiento demostraba la conducta de aquellos que se hicieron desde abajo, que son portadores de la dignidad de los humildes, de esa que no se aprende en los libros, de esa que sólo suele enseñar la vida a los que la transitan con pasión. Rodolfo Walsh lo va a entrevistar para su investigación de ¿Quién mató a Rosendo? El Beto estaba, no era responsable, pero, como siempre, estaba en todas.
Tengo alguna charla grabada con el Beto donde lo despido acompañando a Herminio Iglesias y al Buscapié Cardozo, a los amigos que me dio la vida y me asignó el peronismo, el de los humildes, el de los luchadores en la mala, el de aquellos que viniendo de abajo, nunca pecaron de la soberbia de los que se sienten de arriba. Nunca renunciaron a su clase, nunca se cansaron de reivindicarla. A ellos fue a los que el general Juan Domingo Perón les devolvió la dignidad y ellos son los que nunca olvidaron semejante aporte. El peronismo es con ellos, sin ellos es otra cosa y la verdad es que cuesta entenderlo.
Como decía un gorila amigo mío: “Nosotros creíamos que había que darles dinero a los pobres e ideales a los ricos; Perón descubrió que eso era todo al revés, les dio ideales a los pobres y forjó una pertenencia indestructible”. A esa clase pertenecía como pocos el Beto Imbelloni, un personaje maravilloso del que tuve la suerte de ser su amigo. Despido a mi compañero y amigo con el dolor que acompaña el despedir a los seres que uno quiso.