Según me fue señalado, el señor Julio Bárbaro, a quien no tengo el placer de conocer, pero me dicen que es persona muy famosa e influyente, me obsequió con una serie de contumelias. Y lo hizo en forma pública, a través de las páginas de Infobae. Cuando lo leí, me quedé perplejo: ¿Qué le habré hecho a ese señor? Por un lado, me ningunea: dice que lo aburro. ¡Cómo lo entiendo! Sería suficiente con no hacerme caso, con hacer zapping. Sin embargo, al rato me basurea: me acusa de querer enseñarles “a los pueblos” cómo comportarse. Nada menos. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Qué pueblos? No lo sé, ni lo dice. Reconozco que la tarea me quedaría muy grande. Igual le agradezco: podía escribir que soy un imbécil antipueblo, como seguramente piensa, pero se autolimitó, se contentó con decirme que soy un “supuesto pensador”. Admito: llegué a la conclusión de que, más que aburrirlo, lo molesto, y que no pudo resistir la tentación de gritarme y de gritarlo, atacándome a mí, personalmente, y a ninguno de mis escritos en especial.
Aunque sospecho —se deduce de su escrito— que lo que no pudo tragarse fue mi artículo sobre el Papa populista, que en Argentina publicó Criterio y que salió publicado en otros idiomas también. Artículo sin duda muy crítico hacia el pontificado, pero también muy respetuoso en el tono y en el contenido; respeto al que yo no tuve derecho: ¿por no ser papa? El fin, el señor Bárbaro no perdió tiempo en discutir mi mensaje: fue directo al mensajero.
En un primer momento pensé no contestar: ya estoy bastante acostumbrado a la intolerancia, a la violencia verbal. El otro día otro señor me escribió para intimarme de lavarme la boca antes de hablar de Cristina Kirchner. Claro que le obedecí y lo hice al instante. De todos modos, pensé no defenderme, aunque me resultara medio feo que se me ofendiera así, gratuitamente, sólo por discrepar de mis ideas, a lo mejor pensando que al estar tan lejos, en Italia, no me enteraría, no contestaría, no tendría quién me defendiera.
También pensé que una polémica entre un Bárbaro y una sanata sonaría medio ridículo y que muchos aprovecharían con razón la ocasión para inventar chistes.
Al final, sin embargo, me decidí a contestar, aunque sea brevemente. Por dos razones. La primera, la menos importante, es personal. Lamento tener que ocupar un espacio público con cuestiones personales que a nadie le interesan, pero a esto me obliga la ofensa. El señor Bárbaro, decía, escribe con evidente afecto que soy un “supuesto pensador”. ¿Medio violento, no? Y un poco arrogante también. Pero bueno, hasta aquí estoy de acuerdo con él. Más: pienso que todos haríamos bien en pensarnos como supuestos pensadores, en no tomarnos demasiado en serio. Quiero aclarar, sin embargo, que fue demasiado generoso. En realidad, soy apenas un historiador, no un pensador, que tampoco sé de qué se trata. Más vale precisarlo, porque luego mi ardiente admirador se hace aún más atrevido: como si fuera mi vecino, o un familiar, como si pudiera mirarme a través de los ojos de mis gatos, les cuenta a sus lectores mi triste vida de intelectual que por la mañana se levanta, supongo que muy tarde, se sienta en su escritorio, supongo que después de haber jugado al golf en su cancha privada, y comienza a pontificar sobre el mundo; de espaldas “al pueblo”, por supuesto, que allá afuera sufre y trabaja. ¿De dónde saldrá tan banal estereotipo? ¿La SIDE o la CIA le habrán informado sobre mi estilo de vida? Quiero tranquilizarlo. En primer lugar, como historiador no me siento a escribir antes de haber revisado fuentes y textos a montones, lo que, le aseguro, es un trabajo duro, muy duro para quien lo hace con escrúpulo y devoción; en segundo lugar, no crecí, si esto le sirve al señor Bárbaro como certificado de pureza social, en el ambiente que él se imagina. Probablemente porque se deja demasiado guiar por los estereotipos, típica antecámara del paredón. Yo soy de familia obrera, hijo de militantes comunistas, buena gente y muy “popular”. ¿Le parecerá bien esto? Igual tengo mis ideas: no le pido compartirlas, ni esforzarse de entenderlas, pero por lo menos no banalizarlas.
La segunda razón que me convenció a contestar es la más importante. Y es que al leer el ataque del señor Bárbaro no pude evitar pensar: ¡vaya, cómo me da la razón! ¡Qué cristalino ejemplo de visión populista del mundo! El mecanismo es consabido y típico de la visión maniquea de los populismos, todos los populismos.
Para él, el mundo es así de simple: está el bien y el mal, nosotros y ellos, los amigos y los enemigos, los Zanatta y “los pueblos”. Eso es: “los pueblos”, qué linda palabra, cómo llena la boca evocar el pueblo, una comunidad mística, virtuosa: al hacerlo, ya se está del lado justo de la historia. Quien se santifica con el pueblo adquiere una superioridad moral incontestable. Del lado opuesto están los que no tuvieron el encuentro con la gracia, intelectuales insensibles, gente mala además de aburrida: sin salvación posible, son el demonio. ¿Qué importa si en nombre del pueblo, del popolo, del Volk, se han cometido los peores abusos? Sutilezas.
Es curioso, porque en realidad yo no me percibí nunca como un “intelectual”, sino como una persona que hace un trabajo intelectual. Lo mismo que el señor Bárbaro, entiendo, que tampoco creo que trabaje en una mina o de conductor de ómnibus. Pero, claro: él está del lado del pueblo, yo no. Debe ser por eso, por esa superioridad ética originaria, que no se esforzó en criticar nada específico, en discutir una idea, en poner un interrogante. Y a falta de argumentos, pegar: sacó la cachiporra y me sirvió el aceite de ricino, hasta largar el cachetazo. Amén. ¿Qué satisfacción pegarle al intelectual, no? En nombre del pueblo. ¿Qué pueblo? Boh.