Francisco, el argentino que puede cambiar al mundo

Luis Rosales

Esta semana se conoció que el Papa movió una pieza clave en uno de los cinco tableros de ajedrez, en los que juega partidas simultáneas, como aquellos maestros rusos de la era soviética. Ahora le tocó al Papa geoestratega que, al igual que con sus planes relativos al gobierno de la Iglesia, su preocupación por el ecumenismo y el diálogo interreligioso, su contribución a la discusión ideológica actual y sus planes y acciones para enfrentar y resolver temas concretos, como la trata de personas o el programa de Scholas Occurrentes, a favor de la educación, va marcando una agenda de trabajo muy variada y extensa.

En el gobierno de la Iglesia, el primer jesuita en la historia en ocupar la cátedra de Pedro está produciendo una verdadera revolución. Más allá de las posibles divisiones entre conservadores y reformistas en algunos temas sensibles de la doctrina y el dogma, sus gestos simples y su austeridad personal, han abierto una puerta por la que entra oxígeno fresco a un ambiente desde hace años muy viciado. La Iglesia necesitaba en forma imprescindible más transparencia y honestidad. No era concebible que la organización espiritual fundada en los valores de Cristo se hubiera transformado en una especie de fría transnacional muy alejada de esos principios y de espaldas a la gente.

En relación al diálogo interreligioso y el ecumenismo, los avances son considerables. Sus antecedentes porteños y su cercanía con los musulmanes y judíos de la capital argentina lo predisponen para acelerar y potenciar estos procesos de acercamiento y comprensión entre las tres religiones monoteístas de tronco abrámico, ya iniciados por sus dos predecesores en el Vaticano. Algo extremadamente valioso en tiempos en que por los fanatismos de algunos pareciera que ese está  haciendo realidad aquel temido y peligroso choque de civilizaciones. En materia de la reunión de la familia cristiana, los avances con la Iglesia Ortodoxa son más que remarcables, como lo prueban los encuentros frecuentes y extremadamente cordiales entre Francisco y el Patriarca Bartolomé I, así como el diálogo con las religiones protestantes más institucionalizadas, especialmente la Iglesia Anglicana de Inglaterra.

La contribución del papado a la discusión ideológica actual no es otra cosa que la tradicional postura de la Iglesia frente a los abusos del sistema vigente. En el desierto que representa la ausencia de alternativas teóricas al modelo dominante en todo el planeta, después del derrumbe de la utopía marxista, las viejas encíclicas sociales desempolvadas y convenientemente aggiornadas constituyen un oasis en dónde se señalan las injusticias y se marca la preocupación por los perdedores y excluidos.

Un plano donde Francisco realmente ha innovado es en el de las acciones concretas para enfrentar problemas específicos. No se conforma con criticar o condenar sino que quiere contribuir con medidas y soluciones. Así la tarea encomendada a la Pontificia Academia de Ciencias, para diagnosticar y combatir la trata de personas y el muy conocido programa de Scholas Ocurrentes, que pretende crear ciudadanía y conectar e integrar a las nuevas generaciones del mundo entero, sin distinciones de ningún tipo.

Pero esta vez el argentino movió una ficha importante en el tablero geoestratégico mundial. A lo largo de la historia, siempre los Papas jugaron un rol trascendente en esta materia. Dividían imperios y colonias, autorizaban casamientos y uniones dinásticas, condenaban o aprobaban liderazgos terrenales, hasta Juan Pablo II que con su militancia anticomunista y en alianza con Reagan y Thatcher, logró expulsar a los rusos de su Polonia natal, consagrar a Lech Walesa como Presidente y contribuir al efecto dominó que terminó derrumbando al Muro de Berlín y al Imperio Soviético.

En esta materia, Francisco es el latinoamericano más influyente de la historia. Por lejos. Por eso está en condiciones de representar como nadie al pensamiento y al liderazgo de la región. Nadie puede discutir su autoridad moral para hacerlo. Pero para el otro lado también es un interlocutor de primera. Obama, Merkel, Putin, Hollande, Cameron, los líderes chinos, todos lo escuchan y lo respetan. Esto lo habilita a hacer jugadas como ésta, la de la carta cubana y contribuir con su estilo franco y directo a que aquel anacronismo de la guerra fría, la pelea sin sentido entre Washington y La Habana quede en la historia. Muchos esperamos que además de mejorar las relaciones entre los dos países y entre los EEUU y toda la región, este descongelamiento también contribuya a que el régimen cubano se anime a dar otros pasos más y acepte competir en elecciones libres y democráticas. Los cubanos sin dudas merecen dignidad y mejoras económicas, sin bloqueos y presiones externas, pero también poder gozar de libertad para expresarse, viajar y oponerse si así lo desearan.

La clave ahora tal vez pase por China. Es en relación a este país-civilización que Francisco puede hacer la diferencia. El régimen chino constituye una rareza de autoritarismo político, falta total de espiritualidad y capitalismo salvaje, comparable al de la Inglaterra del siglo XVIII. Un verdadero desafío para nuestra civilización fundada en los valores greco-latinos, judeo cristianos y que después de innumerables luchas y peleas por nuestras libertades ha devenido en un sistema democrático con economía de mercado y respeto por las creencias individuales y colectivas, con una división y tolerancia importantes entre la religión y el poder.

Francisco, como latinoamericano, si se lo propone puede convencer a los grandes del mundo de que el futuro de nuestra civilización pasa por Latinoamérica. Aquellos primos rebeldes y revoltosos que aunque algo desprolijos y desordenados queremos más protagonismo y dignidad.  La vieja y cansada Europa y el estancamiento norteamericano puede dinamizarse con la sangre nueva e impetuosa que viene del sur, al igual de lo que está pasando en la conservadora Iglesia Católica. De esa manera, con valores más justos y rejuvenecidos nuestra civilización podría seguir brillando a nivel planetario por varios años más,  sin tener que ceder el liderazgo y la primacía a otras que vengan de Oriente.

Pero como jesuita puede tener un plan B. Esa orden siempre quiso permear y evangelizar al gigante de Oriente. Alguna vez estuvieron cerca de convertir al propio Emperador chino, en una jugada casi de la magnitud de la que siglos antes había tenido lugar en Roma y que permitió la consolidación del cristianismo por el mundo entero. Si Francisco consigue convencer a los líderes chinos para que autoricen el funcionamiento normal de la Iglesia Católica, tal vez se obtenga el mismo resultado por otro medio. Se convierta al gigante y se dote de alma y espiritualidad al cuasi robotizado modelo de partido único con capitalismo salvaje que rige desde Beijín. Ya no haría falta preocuparse demasiado por la declinación europea, la falta de liderazgo norteamericano o una posible nueva hegemonía china. Todos compartiríamos un mismo bagaje de principios y valores.

Los argentinos, además de sentirnos orgullosos y con razón por el hecho de que un compatriota esté jugando estas partidas, tenemos que entender qué es éste precisamente el rol que tiene que cumplir el Papa. Hay que correrlo de la interna local. Es un detalle menor si acepta o no una remera de La Cámpora, si recibe o no a Massa o si quiere o no que Scioli sea el Presidente. Eso es disminuirlo. Francisco está para jugar en las grandes ligas y los argentinos tenemos que aceptarlo. Y si coincidimos apoyarlo. Y los creyentes, tal como lo pide siempre, rezar por él.