Por: Luis Rosales
Deborah Nutter, la decana de la Fletcher School of Law and Diplomacy, la escuela más antigua de relaciones internacionales de los Estados Unidos, concibió esta frase para sintetizar los desafíos enormes que está enfrentando la humanidad. Se refiere tanto a los muy importantes acuerdos medioambientales que se lograron en la capital francesa como a la muy trágica espiral de violencia que se ha desatado en varias partes del mundo tras los atentados sangrientos del fundamentalismo islámico, simbolizados en la masacre de Bataclan. Fue precisamente bajo esa consigna que sesenta profesores, egresados, directivos y alumnos de esa institución académica basada en Boston fuimos convocados a Roma para reunirnos por 15 días para discutir e intercambiar experiencias. Más de 25 países y 10 religiones representadas en este encuentro que contó además como disertantes a una gran cantidad de especialistas, académicos, políticos, diplomáticos, líderes religiosos y otras personalidades tanto de Italia, de Estados Unidos como de la Unión Europea, incluyendo al propio papa Francisco.
En los salones de la Villa Malta, un antiguo palazzo cardenalicio construido al lado del Muro Aureliano por la familia Orsini en el siglo XVI, que posteriormente fuera propiedad de otros ilustres nobles romanos y base durante algunos años de la reina María Casimira de Polonia y del rey Luis I de Baviera durante sus visitas a Roma, las discusiones y las charlas concluyeron en un panorama fluctuante entre un moderado optimismo y un muy profundo pesimismo.
Optimismo frente a la primera acepción de la frase con que se titula esta nota. El mundo post París, que en lo medioambiental parecería haber dado un giro definitivo. La humanidad entera, casi sin distinciones ni diferencias, habría comprendido que no se puede seguir por el camino en que vamos y estaría dispuesta a tomar por primera vez en serio el tema del calentamiento global y el cambio climático. Los acuerdos de la capital francesa incluyeron a todos los grandes actores desarrollados y emergentes e involucraron también al mundo en desarrollo, lo que permite vislumbrar mejoras y avances concretos en estos desafíos. Parecería que nuestra especie hubiera tomado conciencia de que el barco en el que navegamos, perdido en el espacio, es nuestra casa común y que no habría por lo menos hasta ahora ningún bote salvavidas disponible. Como en el Titanic, si se hunde, se ahogan todos, los que viajan en primera, segunda y tercera clase.
Este optimismo, consecuencia de esta verdadera respuesta responsable ante un problema común, queda realmente opacado y contrasta con el pesimismo que surge de los atentados ocurridos casualmente pocos días antes y a muy poca distancia de donde se celebraron los acuerdos. Como si se tratara de una esquizofrenia mundial aguda, la misma especie que ahora se decide a salvar al planeta se empeña en destruirse a sí misma, retrocediendo siglos a otras épocas en las que se masacraba sin piedad en nombre de Dios y su verdad revelada.
En esta materia el panorama no es nada alentador. El papa Francisco hace tiempo que viene hablando de una Tercera Guerra Mundial en cuotas o en entregas. Los principales especialistas y académicos empiezan a coincidir. La muy intrincada madeja de intereses políticos y económicos que alimentan los odios y las divisiones surgidos de la religión parece enredarse cada día más.
La situación es realmente preocupante y nadie sabe exactamente cómo resolverla. Es más, casi no se tiene idea de a quién se debería convocar para sentarse a una supuesta mesa de diálogo.
En este encuentro romano, casi todos concordaron en que es urgente comenzar a destrabar este verdadero nudo gordiano actual, antes de que algún Alejandro Magno de turno decida cortarlo por lo sano, haciendo actual aquello de que “tanto monta cortar como desatar”, frase célebre del macedonio cuando con su espada resolvió el problema, después de conquistar el reino de Frigia. El tema es que el mito antiguo indicaba que quien lo lograra se quedaría con toda Asia y así fue. Algo que podría repetirse en nuestros días.
Lo más grave que se ve desde esta parte de la Tierra es que nuestros logros civilizatorios están verdaderamente en riesgo. Lo que aquí nos costara siglos de luchas y mares de sangre derramada y culminara con la democracia estilo occidental, el reconocimiento de los derechos humanos y las libertades individuales, el respeto a la mujer y las minorías, es muy resistido por muchos, especialmente en el mundo musulmán. El problema de fondo es que esta resistencia no viene sólo de ISIS, Al Qaeda u otros grupos de fanáticos.
El fundamentalismo musulmán, si bien representa a una minoría de las más de 1.500 millones de personas que profesan esa fe, parecería tener de rehén a toda esa civilización. Nadie desde adentro se anima realmente a reaccionar con fuerza y a volver a encauzar a esa cultura por carriles más moderados y modernos. Son muchos los que sospechan que en realidad habría varios intereses para que eso no sucediera y que los energúmenos que se inmolan sin cesar en plazas, teatros y hoteles, serían herramientas de gente mucho más poderosa que descree igual de los avances de Occidente, a pesar de haberse beneficiado con ellos enormemente en los últimos tiempos. El sueño sería que estos soldados de la locura no sólo vayan contribuyendo a debilitar la hegemonía de los Estados Unidos y Europa, sino que también vayan pavimentando el camino hacia la consolidación y el retorno de los antiguos califatos originarios del islam, en las épocas en que aquella religión se expandiera como una mancha de aceite por todo el Medio Oriente, África del Norte y varios lugares de Europa y Asia, formando un continuo desde España hasta Indonesia.
Un aspecto que contribuye a complejizar mucho más la situación es la división ancestral entre sunitas y chiítas, representados en estos momentos por las teocracias que manejan Arabia Saudita, a través de la familia Saud e Irán de la mano de sus Ayatollah. Ambas vertientes, los primeros congregando a casi el 90% de los seguidores de Allah y los segundos al resto, van sincerando una lucha frontal, hasta ahora algo más sórdida y agazapada, similar a la que el mundo cristiano resolviera hace casi cuatro siglos, cuando a través de la Paz de Westfalia se terminaran más de cien años de guerras de religión entre protestantes reformistas y católicos romanos y se conformara el mapa definitivo de los Estados europeos. Si así fuera, es de esperar que la situación en los alrededores del Golfo Pérsico o Árabe, según de donde se lo mire, no se calme, sino que vaya escalando a situaciones muy peligrosas.
Si a esto se le suman los intereses económicos, todos regados por el petróleo abundante de la zona, la situación se complica mucho más, ya que hay varios países y conglomerados empresariales que piensan que pueden ganar la parte del león, como buenos pescadores en aguas revueltas.
A esta receta para la tormenta perfecta hay que agregarle la presencia de dictadores, monarcas y líderes egocéntricos que tanto en la región como en otras partes piensan sólo en su supervivencia y en sus agendas personales de poder. Los ejemplos abundan. Para colmo de males, se suma la actuación de potencias extrarregionales que tienen intereses por la zona, ya sea por veleidades históricas y resabios coloniales, por sed de hidrocarburos o por presencia militar y geoestratégica. A varios de estos actores no les molesta demasiado el permanente ataque a los valores y los principios occidentales, ya que en el fondo ellos tampoco los comparten, ni coinciden con su supremacía y su extensión universal. Un cóctel explosivo, a punto de estallar por los aires.
De este lado del ring, un Occidente debilitado y decadente, carente de liderazgo y casi paralizado por sus habituales crisis internas y sus enormes divisiones políticas. La respuesta a todo esto es bombardear débilmente a un supuesto enemigo que no es bombardeable, o cerrar las fronteras a refugiados e inmigrantes. Podrán destruirse los depósitos y las refinerías que ISIS ha usurpado en Siria, Irak o Libia o podrán construirse muros y alambrados cada vez más altos, pero el problema seguirá latente en la periferia de París, en algunos barrios de Bruselas o Nueva York, o en las calles o las plazas de esta Roma eterna.
La respuesta debe ser mucho más global e inteligente y para eso hacen falta mucho más ideas, coraje, audacia y autoridad moral. Tal vez por eso los ojos de la academia norteamericana, de los especialistas en relaciones internacionales de diferentes partes del mundo se van dirigiendo tímidamente a la Plaza de San Pedro. Tal vez allí esté la respuesta para una convocatoria real y seria a la racionalidad y la conciencia de todos los humanos. Para que el péndulo del mundo post París se detenga en el optimismo constructivo y se aleje en forma definitiva del pesimismo destructivo.