Por: María Zaldívar
Carlos Zannini pasó, en pocos meses, de probarse el traje de vicepresidente de la república a ser repudiado a viva voz por distintos públicos. Dos días consecutivos, en la cancha de Boca y dentro de un avión, el ex monje negro de la administración k chocó de frente con la realidad: muchas personas lo desprecian y se lo hicieron saber.
Esta práctica no es nueva. Tras la finalización del menemismo, ocurrieron episodios similares que tuvieron como protagonistas a varios de sus capitostes. Desde el propio Carlos Menem hasta Domingo Cavallo sufrieron el repudio social en vivo y en directo, o el juez Jorge Urso y también Jorge Asís, que debió refugiarse en el hall de un edificio cercano al local donde degustaba un café para librarse de los vecinos indignados que lo increpaban por haber sido parte de una administración considerada moralmente inaceptable.
Ahora parecería ser el turno del kirchnerismo, aunque no es del todo así. El rencor con ellos no es reciente, sólo que el estilo que cultivaron de blindarse al contacto con la gente mientras eran funcionarios los hizo inaccesibles, pero la disconformidad que generaban era creciente y afloró en cada oportunidad posible. Hace algunos años, el entonces ministro Axel Kicillof atravesó por un episodio similar al de Zannini en el ferry que hace el trayecto Buenos Aires-Montevideo. Antes de eso, el entonces presidente de la Cámara Baja, el ultrakirchnerista Agustín Rossi, fue abucheado en Santa Fe, la provincia de la que es oriundo. En todos los casos el reclamo fue el mismo: la desinteligencia entre el discurso que consumían y la vida que llevaban.
Lo curioso es la reacción que estos hechos provocaron en amplios sectores de la sociedad, en especial, entre periodistas y políticos. Todos coincidieron en la condena al escrache, que rápidamente se transformó en un paraguas de corrección del que ninguno quiso quedar afuera y que delata una mezcla de hipocresía con ignorancia.
Confundir los episodios mencionados, todos espontáneos, con el mecanismo del escrache indica un profundo desconocimiento de la historia. Y decirles fascistas, como se ha escuchado y leído, a quienes repudiaron a funcionarios o ex funcionarios simplemente porque coincidieron accidentalmente con otros y fueron más de uno, simplifica el análisis de lo ocurrido. Como generalmente, nos quedamos en la espuma.
Primo Levi llamaba “perversión moral” al intento de equiparar a la víctima con el victimario. Las personas que insultaron a Zannini, a Kicillof o a Rossi son víctimas, ciudadanos rasos, no ejercen cargos públicos ni tienen posiciones de privilegio alguno; se toparon con ellos sin proponérselo. Son personas que vieron afectada su calidad de vida por gestiones arbitrarias, padecieron la connivencia de cada uno de ellos con una administración letal cuyo rumbo Zannini pretendió profundizar al ser candidato a más kirchnerismo.
La condena a la actitud del público no puede más de hipócrita. ¿Es acaso cuestionable que quien tenga la oportunidad de plantearle sus reparos acumulados lo interpele? ¿Que le reproche el maltrato ejercido por él y sus cómplices desde una posición claramente dominante? ¿Está mal increparlo por volar rumbo al “eje del mal” en una aerolínea extranjera y tener a toda su familia acomodada en cargos públicos? Separando el fondo y la forma, no. Definitivamente, no está mal expresarse. Lo que no es aceptable es el modo.
Siguiendo con un análisis serio y profundo de estos hechos, el “correctismo” político salió enseguida (muchos a curarse en salud por aquello de “Hoy por ti, mañana por mí”). Sin embargo, no se escucharon las mismas lisonjas respecto de las dos carencias desesperantes que el episodio pone de relieve: la falta de justicia y la falta de educación.
Porque si Carlos Zannini estuviese preso, tal vez por su responsabilidad en los hechos terroristas de los que participó durante los setenta, o imputado como partícipe necesario del robo del siglo junto a sus compañeros de ruta, el mal llamado escrache no hubiese ocurrido. Si las personas que viven a derecho tuvieran la convicción de que el rigor de la ley llega a todos por igual, no ejercerían la violencia verbal.
Del mismo modo, lo que atempera el carácter es la educación. Los buenos modales se aprenden y los malos, también. Las personas que increparon e insultaron a los ex funcionarios no carecen de razón sino de buenos modales. Y allí está la otra raíz y no la espuma del hecho: la falta de educación.
Pero es más rápido condenar el griterío, porque, además, le pone a uno cierta pátina de equilibrio y moderación que queda bien. Sin embargo, tanto parte del periodismo como la corporación política prefieren no entrar en temas de urbanidad, porque es pegarse un tiro en el pie. Los malos modales son moneda corriente en ambos ámbitos. Legisladores que se aúllan durante una sesión y periodistas que vociferan el peor lenguaje y se creen con derecho a destratar por portar un micrófono se inhabilitan solos para señalar los modos ajenos.
No se ha escuchado demasiado reconocer que el Poder Judicial es el más enfermo de los poderes del Estado. A la voz de “no generalicemos” y “no todos son lo mismo”, se ha prohijado a la corporación judicial que hace o deja hacer. Cuando la política le tiende un puente de plata a un funcionario judicial de la calaña de Norberto Oyarbide para salir indemne después del daño enorme que su desempeño causó a la sociedad, la política está siendo cómplice del “más de lo mismo”.
Cuando la política condena a una víctima del destrato oficial porque le gritó su indignación a un burócrata, se pone del lado del burócrata. Sigue siendo ellos contra nosotros. En lugar de defender al burócrata, hagan su parte: saneen las instituciones y eduquen al pueblo. Liberen de autoritarismos varios la vida cotidiana de los habitantes; enseñen a pensar, a razonar, a elegir y a vivir en libertad; hagan realidad la igualdad ante la ley y van a ver cómo no tendrán la sinuosa y deslucida necesidad de poner la cara por sujetos como Zannini, Rossi o Kicillof.