Alborozado por la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas que aprobó el proyecto del Grupo de los 77 más China por el cual se busca crear un marco jurídico global que regule los procesos de reestructuración de deudas soberanas, el oficialismo kirchnerista celebra un triunfo diplomático que, en rigor, adquiere el carácter de “victoria moral”.
Una mirada más prudente aconsejaría detenerse en los detalles de la votación del día 9. A favor de la puesta en marcha del programa tendiente a la creación de una Convención Internacional que fije el procedimiento y el porcentaje que tornará obligatoria dicha restructuración en los procesos de manejo de deuda pública, votaron 124 naciones. Cuarenta y una se abstuvieron y solamente 11 votaron en forma negativa. El número, abrumadoramente mayoritario en favor de la propuesta formulada por el representante de Bolivia, esconde algunos detalles de importancia.
Entre los once votos negativos, se cuentan, nada menos, que Estados Unidos, Japón, Alemania, Inglaterra, Australia, Canadá, República Checa, Finlandia, Hungría, Irlanda e Israel. La lista, pequeña en número, revela que cuatro de las cinco primeras economías del mundo votaron en contra de la propuesta.
Las abstenciones alcanzaron un número más alto, 41. Muchas de ellas pertenecen a la Unión Europea (como Bélgica, España, Grecia, Italia, Francia, Holanda) y otras a Estados nórdicos (como Dinamarca, Noruega, Suecia), también de Oceanía (como Nueva Zelanda). No hace falta ser un experto para detectar que varias de esas naciones están afectadas por cúmulos de deuda que en algunos casos superan con creces su propio producto bruto, es decir, se trata de economías afectadas por un nivel de endeudamiento gigantesco.
El entusiasmo del gobierno por esa victoria en Naciones Unidas reproduce un mal extendido en nuestra historia: pretender que se puede construir el camino al progreso en base a declaraciones de buena voluntad.
Una lectura a vuelo de pájaro de nuestra larga historia de postergación y atraso -acumulada a través de décadas de malas decisiones políticas y económicas- permite al más distraido advertir las limitaciones materiales de un programa de gobierno basado en la diplomacia declamativa. Decenas de declaraciones multilaterales en favor de nuestra soberanía sobre las Islas Malvinas no han conseguido para nuestro país recuperar tan solo un metro cuadrado de nuestro legítimo derecho sobre el archipiélago.
En el mismo plano debería interpretarse el reciente entusiasmo kirchnerista por las expectativas sobre la participación argentina (como observador invitado) en el grupo BRICS. Estrechar las relaciones comerciales con Rusia o China es sin dudas un acierto. Hacerlo como medio para hostigar a las potencias occidentales, una imprudencia.
Por ello, seguir abrazados a la Venezuela chavista y reivindicar el contenido y la forma de la contra-cumbre de las Américas de Mar del Plata de fines del año 2005, que fue el peor error de política internacional argentino desde Malvinas, implica insistir en un error que solo nos conducirá a profundizar el atraso que condena al país.
El camino al progreso y el desarrollo implica el largo y laborioso esfuerzo de construir una reputación internacional fundada en el apego a la ley, la observación de las obligaciones y el cumplimiento de los contratos.