Por: Mariano Narodowski
La ley que nunca se cumplió
En diciembre de 2003 se sancionó una ley que nunca, pero nunca, se habría de cumplir: la que dispone un mínimo de 180 días de clase anuales para la escuela argentina.
El texto legal es muy raro. Primero, define que el “día de clase cumplido” ocurre “cuando se haya completado por lo menos la mitad de la cantidad de horas de reloj establecidas por las respectivas jurisdicciones para la jornada escolar”. Traduciendo: medio día escolar es igual a un día escolar. Aunque usted no lo crea. Segundo, la ley no determina la unidad de medición de cada día de clase: ¿Cada alumno? ¿Cada curso? ¿Cada escuela? ¿Cada provincia? Nada dice. Por ejemplo, si un tercer grado no tiene clases durante una semana por ausencia de docente o si una escuela durante varias días cierra por falta de agua, por obras o por una inundación, o si una provincia suspende sus clases por la gripe A, y en todos esos casos no se llega a 180 días de clase… ¿Se incumple con la ley? No está claro y los funcionarios no los computan como días perdidos.
Tercero, la ley determina que si no se alcanzan los 180 días de clase, “las autoridades educativas de las respectivas jurisdicciones deberán adoptar las medidas necesarias a fin de compensar los días de clase perdidos”. Nótese que no dice “recuperar” días de clase sino “compensar”, lo que puede ser interpretado como un mero resarcimiento que no necesariamente implique la recuperación efectiva. Un ardid legislativo que no obliga a nada a las jurisdicciones, ni a las escuelas, ni a los docentes, ni a los alumnos, como ha quedado de manifiesto en estos últimos 10 años.
Por último, la ley tampoco aclara cuántas horas tiene un día de clase o cuántas sería deseable que tenga: una visión política que convalida la segregación socioeconómica en el sistema educativo dado que convalida, bajo el paraguas del mágico número 180, que el Estado ampare a escuelas (casi todas privadas) a las que concurren sectores medios y altos de la población que tienen 8 horas de clase diarias mientras otras, a las que asisten los más pobres, públicas, tiene la mitad de ese tiempo para la educación.
190 días de clase nunca son 190 días de clase
Sobre la base de esta tremenda confusión, la implementación de los beneméritos 180 días de clase (ahora 190 en varias) es llamativamente engañosa, sobre todo en términos aritméticos.
Tomemos una jurisdicción cualquiera (me reservo el nombre porque no hay diferencias entre ellas). Mientras las autoridades dicen que en 2013 habrá 190 días de clase, emiten una resolución administrativa en la que el ciclo lectivo en el nivel primario comienza el 27 de febrero y termina el 20 de diciembre. En un calendario contamos días hábiles y descontamos feriados, asuetos y vacaciones de invierno y el resultado es, efectivamente, 190 días.
Pero las cuentas no son tan sencillas: hay al menos 5 días de suspensión de clases para reflexión/capacitación docente y varios más de congresos y jornadas docentes que seguramente impliquen pérdida de clases. Para la normativa oficial 190 días son 185 como máximo. Con mucha suerte, 190 serán 180. Con muchísima suerte.
Todo esto se complica en el nivel secundario: allí las clases comienzan el 7 de marzo y terminan el 6 de diciembre, lo que reduce el ciclo lectivo. También hay 5 días de suspensión de clases por “reflexión y capacitación” y hay siete días en el que los docentes no pueden dar clases porque tienen que tomar examen. En conclusión, en el secundario es difícil que ocurran más de 165 días de clase, según el mismo calendario oficial… 25 días menos, como mínimo, de los 190 anunciados. El día de clase oficial cotiza por encima del día de clase blue: 190 son 165.
Concluyendo, en la letra chica de las declaraciones rimbombantes de los 180/190 días de clase se encuentran todas estas trampitas que muestran que no hay manera de que el objetivo legal se cumpla.
¿Tiene sentido debatir todo esto?
Muchos economistas sostienen que el número de días de clase no es una variable importante a la hora de evaluar lo educacional. Muestran los resultados de las pruebas PISA donde países exitosos tienen menos días de clase que países más atrasados en el ranking. Más -dicen- no necesariamente es mejor. Y en eso tienen razón.
Pero lo que estos economistas no advierten es que los exámenes no son la educación. En países como Argentina, donde altos porcentajes de la población están bajo la línea de la pobreza y la mayoría de los estudiantes secundarios no habrá de terminar la escuela, más días de clase en cualquier caso serán una protección contra la marginalidad. Y, superando el concepto “escuela guardería”, más días de clase pueden proporcionar más oportunidades para una práctica intelectual rigurosa, creativa, basada en el estudio, en la dedicación personal y responsable al conocimiento y la formación. Más días de clase como parte de un proyecto educativo. Si ese proyecto no está, la acumulación de días es una sumatoria vacía que se presta a las trampitas que aquí hemos mostrado
La ley sancionada en 2003 es contraproducente: en vez de crear un clima de responsabilidad social pro-escuela generó un conjunto de engañifas y especulaciones sin más efecto que un patético (auto)engaño.
Epílogo: los paros docentes
Alguien podría decirme, con razón, que en esta nota ni mencioné a las huelgas. No hizo falta: hemos demostrado que aún sin pérdida de días de clase por paros docentes, los 180/ 190 días de clase son otro autoengaño de la argentinidad. Seamos más claros: con los números sobre la mesa ya nadie podrá afirmar “cumplimos 180/190 días de clase”, con o sin paro.
Las huelgas docentes no solamente hacen perder días de clase en las escuelas públicas (no en las privadas), también son una excelente excusa para echarle toda la culpa a los docentes, para no debatir a fondo todas estas cuestiones y, de paso, para esconder el hecho de que a la política educativa, como a la farolera, todas las cuentas le salen mal.