Por: Mariano Narodowski
Al entrevistar a mamás y papás de clase media sobre la situación de la educación, la mayoría responde que es “mala” o “muy mala”. Sin embargo, cuando les preguntamos sobre los hijos propios, los que los mandan a escuelas privadas están más que conformes. La síntesis podría expresarse así: “toda la educación es un desastre, excepto en la escuela a la que van mis hijos”.
Este autoengaño al que nos sometemos es la máscara que justifica el desinterés por la educación. Las familias de clase media -que en todos los países son el motor del reclamo por educación- han decidido, ingenua y torpemente, que ellas pueden salvarse mientras el resto se hunde. Y si bien esto es imposible, el relato sobre lo “maravillosa que es la escuela privada del nene” y el esfuerzo económico para pagar educación tranquilizan a una población que tiene motivos de sobra para intranquilizarse.
Este esfuerzo económico de las clases medias suele llegar hasta el 50 % de los ingresos familiares. Una enorme distorsión, una pastilla para no soñar con una educación que sea de calidad, incluya a todos y respete las diferencias y las orientaciones culturales y religiosas de cada uno.
Al mismo tiempo, las clases dirigentes (sobre todo la política, aunque no exclusivamente) tampoco parecen interesarse en la educación. Salvo excepciones, no hay propuestas más allá de los eslóganes; los encargados del área tienen cada vez menos preparación y capacidad técnica y sus análisis suelen ser de una simplicidad que si así se expresaran para explicar la inflación, la inseguridad o cualquier tema candente, se producirían verdaderos escándalos mediáticos. Pero como es educación, y la educación no le importa a nadie, nadie reacciona frente a la chatura y la improvisación. Un círculo vicioso fatal.
Los muy pocos centros académicos que nos dedicamos seria y profesionalmente a la educación exponemos todo el tiempo indicadores de evidente deterioro, pero la respuesta no aparece y a veces me pregunto si no contribuimos involuntariamente al acostumbramiento: los datos, cada vez más concluyentes, del declive constante van de la mano de mayor aceptación y mayor pasividad de la población.
No hay debates. No hay alternativas. La sociedad civil y la sociedad política parecen anestesiadas frente al derrumbe de la educación pública y ya se acepta naturalmente que Brasil, que hace pocos años envidiaba a la educación argentina, hoy la pueda superar.
Para colmo, las pocas discusiones son estacionales. Ahora, por ejemplo, estamos frente al capítulo “toma de escuelas”. Pero el fenomenal cambio en las orientaciones de la escuela secundaria, que supuestamente es la causa de las tomas, sucedió hace más de tres años y nadie se enteró. La superficialidad es infinita.
La Argentina reclama una generación de dirigentes a la que la educación le importe al menos lo mismo que ir al Bailando. ¿Llegará?