La invasión del narcotráfico en América Latina

Mario Montoto

La seguridad -o, mejor dicho, la inseguridad- ciudadana aparece hoy, en la encuesta de la Corporación Latinobarómetro, como la principal preocupación de la población regional.

Ahora bien, ¿se trata sólo de una sensación o esta preocupación de la ciudadanía se encuentra corroborada por los hechos? Las cifras así lo demuestran: según Naciones Unidas, en América Latina se comete uno de cada cinco homicidios que ocurren cada día en el planeta.

“Aunque en Latinoamérica vive el 8% de la población mundial, se cometen el 20% de todos los homicidios del planeta”, grafica el titular del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Luis Alberto Moreno.

Por su parte, el Índice Mundial de la Paz 2013, elaborado por el Institute for Economics and Peace (IEP), ubica a América Latina como la segunda región más violenta del planeta, después del África subsahariana. Esta situación no es gratuita: el costo económico de la violencia estaría en el orden del 8% del PBI regional.

Más allá de las ideologías

La seguridad es una condición indispensable para una mejora de la calidad de vida de nuestra población. En los últimos años ha quedado demostrado que para enfrentar la delincuencia y el crimen hay que despojarse de preconceptos. El problema de la seguridad no es patrimonio de la llamada “política de derecha o de izquierda”. Esas apreciaciones no son más que eslóganes fáciles y simplistas, que no logran captar la complejidad del problema y no ayudan a la hora de encarar una política integral de seguridad que tome en cuenta tanto los aspectos preventivos como represivos, con la firmeza necesaria para hacer frente a las grandes organizaciones criminales, sin por ello descuidar la reinserción social de los delincuentes.

El caso de Cuba es particularmente interesante para entender que una política de seguridad no es una bandera exclusiva de la “derecha” o de la “izquierda”. Sólo un ejemplo de ello: según los últimos datos de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), la cifra de homicidios en Cuba se ubica en apenas 5 por cada 100.000 habitantes. Esto no es casualidad sino el resultado de una férrea política del gobierno de La Habana que castiga duramente la portación ilegal de armas de fuego, con penas de privación de la libertad que van generalmente de los dos a los diez años según el tipo de armamento del que se trate, incluso en algunos casos más graves puede ser motivo de reclusión perpetua.

Asimismo y más allá de las históricas diferencias entre Cuba y los EEUU, ambos países tienen en vigencia acuerdos bilaterales clave en temas tales como lucha contra el tráfico de estupefacientes, contra la piratería y tratados sobre el problema migratorio. Una vez más, la seguridad pública entendida como una cuestión de Estado, no partidaria y sostenida en el tiempo.

Existen, a lo largo de nuestra geografía, ejemplos dignos de imitar. Un caso asombroso es el de Medellín, ciudad que a comienzos de los años 90 se encontraba sumida en el infierno, a merced del tristemente célebre Cartel liderado por Pablo Escobar -fallecido en 1993- y a la cabeza de todos los rankings en materia de asesinatos y delitos violentos. A partir de entonces, gracias a una coherente política de Estado sostenida a través de distintas administraciones, se logró llevar adelante un ambicioso plan de acción que combinó iniciativas de seguridad con inversiones en infraestructura y proyectos sociales.

 

Narcotráfico, un flagelo que recorre el continente

Otro de los grandes dramas latinoamericanos, profundamente ligado al problema de la violencia y la delincuencia, es el del narcotráfico. No podemos soslayar que México y Paraguay se ubican a la cabeza entre los primeros países productores de marihuana a nivel mundial, y que Colombia, Perú y Bolivia producen virtualmente la totalidad del insumo (la hoja de coca) para la elaboración de la cocaína.

Lamentablemente, en este escenario que hasta hace unos años ubicaba al Cono Sur como mera zona de tránsito de esa droga hacia mercados externos -principalmente europeos-, hoy nos coloca de frente a un creciente problema: el aumento del consumo local de drogas. Argentina, sin ir más lejos, se ubica a la cabeza de los países latinoamericanos en consumo de cocaína.

 

Una lucha que nos involucra a todos

La seguridad es una responsabilidad de todos. Una política integral debe partir de las necesarias medidas preventivas, que incluyen la contención de los sectores sociales expuestos a ser utilizados como “carne de cañón” por organizaciones delictivas.

El ejemplo más claro lo tenemos en las grandes urbes brasileñas, particularmente en Río de Janeiro y San Pablo, donde durante décadas grandes capos del narcotráfico tuvieron a su merced a la población de las favelas y se adueñaron de la vida de sus habitantes.

Brasil ha venido dando importantes pasos con el objetivo de “urbanizar” esos barrios e involucrar a su población en la gestión del espacio público. Esa visión estratégica se tradujo en un plan que logró mejorar las condiciones de vida de los habitantes de las favelas cariocas mediante el suministro de infraestructura básica (agua potable, saneamiento, alcantarillado, alumbrado público, pavimentación, espacios abiertos para la práctica de deportes al aire libre) y un conjunto de servicios sociales (centros de atención familiar e infantil, actividades de generación de ingreso y empleo), así como la titulación de las tierras. Una política que emplea a sus Fuerzas Armadas y de Seguridad para combatir el delito organizado y que, en definitiva, permite que el Estado acceda a rincones que antes se encontraban bajo la influencia de los traficantes.

La violencia y el crimen organizado constituyen hoy una de las principales amenazas a los Estados en nuestro continente. Es uno de los grandes males del presente, que tiene en el negocio espurio de la droga su hilo conductor y que pone en riesgo el futuro de nuestras naciones.

La seguridad pública es una responsabilidad indelegable del Estado pero, vale la pena recordarlo, el Estado somos todos y cada uno de nosotros.