Por: Martín Hevia
El vigésimo aniversario de la reforma constitucional de 1994 es una excelente oportunidad para reflexionar acerca del papel de nuestra constitución en nuestra cultura política e institucional. No hay dudas de que, en nuestra cultura política, el respeto a las instituciones constitucionales es un valor fundamental. La constitución refleja el compromiso de todos con tratar con igual respeto y dignidad a todas las personas. Por ello, establece garantías fundamentales como la igualdad ante la ley, la libertad de expresión y de asociación o el derecho a la privacidad, entre otras. La reforma del ’94 reforzó este esquema: reconoció nuevos derechos y garantías e incorporó a los tratados de derechos humanos expresamente como parte del texto constitucional.
Ahora bien, llama la atención que, a 20 años de la reforma constitucional, algunos participantes del debate público y funcionarios desconozcan las implicancias prácticas de valores esenciales de nuestra constitución. Veamos algunos ejemplos recientes.
En ocasión de la discusión pública acerca del anteproyecto de reforma al Código Penal, los detractores del Anteproyecto acusaban al “garantismo” de invocar derechos humanos como excusa para favorecer a los delincuentes. Con independencia de la corrección o incorrección del contenido del Anteproyecto, este discurso confunde porque las garantías del proceso penal tales como la presunción de inocencia y el principio de legalidad son una arteria fundamental del estado de derecho: constituyen límites al poder punitivo del Estado; su ausencia nos dejaría a merced de la arbitrariedad y de la opresión.
Otro ejemplo nos lleva al campo de la educación. La Corte Suprema de Justicia tiene en sus manos el pedido de inconstitucionalidad de una ley de la Provincia de Salta que establecía la enseñanza obligatoria de educación católica en los colegios públicos, discriminando a los alumnos que no la profesan. Es preocupante que existan este tipo de normas y que después de de 30 años de democracia constitucional, pueda pensarse que una política pública de este tipo sea consistente con los valores constitucionales reflejados en el derecho a la igualdad, a la no discriminación y a las implicancias de la libertad de cultos reconocida en la Constitución.
El tercer ejemplo concierne a la libertad de expresión. Recientemente, funcionarios públicos han objetado y denunciado la publicación de cifras de inflación distintas a las oficiales. Esta reacción parece desconocer que la Convención Americana de Derechos Humanos, incorporada a la constitución en la reforma de 1994, establece que la libertad de expresión comprende la libertad de buscar, difundir y recibir informaciones de todo tipo. Ello es así porque conocer opiniones diversas, aunque nos resulten detestables o sean incorrectas, mejora la calidad de la discusión abierta de ideas y democrática en nuestra sociedad.
En suma, a 20 años de la reforma de 1994, la vigencia plena de nuestra Constitución es motivo de festejo. No obstante, para reforzar cada vez más nuestra cultura constitucional, es imperioso recordar que ignorar en la práctica valores fundamentales de nuestra Constitución es no tomarla en serio.