Tenemos que liberar al Papa de nuestros problemas

Martín Yeza

El decisivo rol de Juan Pablo II en Polonia para poner fin al comunismo -y luego en el resto de Europa- ha hecho creer a más de uno en la idea de que Francisco, por ser argentino, tiene que venir y solucionar todos nuestros problemas.

Francisco asumió hace casi un año en el contexto de un severo deterioro de la relación de la iglesia con sus fieles y envuelta en casos polémicos de corrupción y abusos de distinto tipo. Asumió y su primer gesto fue la manera en que se presentó, despojado materialmente de los ostentosos ornamentos que acompañaron históricamente a sus antecesores.

Un Papa simple, pulcro, humilde, sonriente y sencillo.

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De ahí en más fue todo rock and roll. Cambió su residencia a un hotel 3 estrellas, empezó a trasladarse como un cura común, y dejó plantada en más de una ocasión a la aristocracia eclesiástica para asestar entre líneas que quería “una iglesia pobre para los pobres” cimentada en el trabajo de “pastores con olor a oveja”. Incluso, según alguna versión, se le atribuye haber dicho “no soy un príncipe medieval”.

No hace falta ser un genio para saber cuánto debe incomodar su figura en la curia vaticana. Nuestro Papa se levanta cada mañana sabiendo esto, y quizás sea por eso que le pone la energía que le pone a cada día.

Su día se desarrolla sabiendo que 24.000 personas mueren al día víctimas del hambre, de las cuales un 10% es a causa de guerras y hambruna y el restante por desnutrición crónica. Esto principalmente en África. También sabe que los países árabes y la política exterior de las potencias aún resultan un peligro para la paz en Medio Oriente, tal como sucedió con Siria, que se vio ante la amenaza de ser invadida por Estados Unidos -cuestión que no fue aprobada por el Congreso de los Estados Unidos-. Sabe que el calentamiento global que está produciendo catástrofes climáticas producto del abuso que hacen las corporaciones transnacionales del medio ambiente. También, es consciente de que las reformas de la Iglesia implican cambios serios en su conducción administrativa y financiera, y luego en su relación con los fieles, que implicará algún cambio de rumbo en sus políticas internas.

Si a todo esto se le agrega que en Argentina los sindicatos están divididos, tal como sucedió hace unos días, y se supone que debe trabajar para unirlos en un contexto en el que el Gobierno Nacional es vulnerable, estamos siendo muy egoístas.

Cualquier hipótesis en la que se supone que podría intervenir el Papa sobre nuestra política interna podría superarse con esta pregunta: ¿Hace falta que intervenga Francisco en esto?

Nuestro orgullo por el Papa no tiene que ser una presión para él, como hasta ahora ha sido. Nuestro orgullo por el Papa tiene que ser una presión para la ciudadanía, para los fieles, para los sindicatos y para los políticos. Tenemos que liberarlo de nuestros problemas.

Ninguno de nuestros problemas es tan grave en comparación con los problemas que acontecen en los lugares más olvidados del mundo, así como ningún problema debe hacernos olvidar algo esencial: el Papa es un líder espiritual, y el mundo occidental, anclado totalmente sobre una dimensión material, también enfrenta una enorme crisis espiritual. Tiene una tarea titánica, para la cual muchos creemos que se encuentra totalmente preparado.

Esto exige no ser tan chiquititos. No tenemos que preguntarnos qué puede hacer el Papa por Argentina sino más bien qué podemos hacer nosotros para ayudar al Papa, nuestro orgullo.