Por: Martín Yeza
El Gobierno Nacional, a catorce meses y luego de 11 años en el ejercicio del poder, dejó de funcionar. Quizás sea mérito de la crisis del 2001 y la mala experiencia con la inestabilidad institucional, las cuales hayan compuesto un cóctel explosivo que convierte en una insuperable expectativa el llano sentimiento porque la Presidente finalice en tiempo y forma su mandato. Nadie espera nada más.
El kirchnerismo se las ingenió muy bien para poner a prueba la solidez republicana de la que estamos hechos. En sus intentos por controlar el Congreso y el Poder Judicial, se encontró con una posibilidad que en los papeles parecía remota: se fortalecieron los otros dos poderes. Durante mucho tiempo les rindió el método de discutir con enemigos invisibles, acaso para evitar la discusión con otras fuerzas políticas, pero el mediano plazo los esperó con que de tanto intentar quedar solos en el ring se les cumpliera el deseo y ya nadie se suba a ese ring, sino que les tiran piedras desde abajo -y desde arriba.
Lo que no pudo fortalecer el kirchnerismo es la calidad democrática. Allí sí triunfaron. Dinamitaron los canales institucionales de trabajo y diálogo con los partidos políticos, y los reemplazaron por la colocación de empresas e “intereses transnacionales” como interlocutores. Esto trajo como consecuencia la constitución de amontonamientos políticos que, en contextos de normalidad, nunca se hubieran dado.
El Gobierno Nacional generó condiciones democráticas basadas en el principio de mala fe, en la idea de que el otro siempre busca el perjuicio propio. Todo por miedo a perder el escritorio y el teléfono de gobierno. Y se nota. Es una crisis tan honda que hasta será un dilema en cuanto a expectativas sociales de cara al 2015, y si se representa lo que la Alianza en el 99 o Néstor en el 2003: esperanza con escepticismo o desconfianza con esperanza.
Es un deplorable final de ciclo que repite la patología menemista y aliancista. No estuvieron dispuestos a hacer los cambios necesarios en los momentos adecuados. Si en 2007 era reelecto Néstor Kirchner y en 2011 resultaba electo un presidente de otra fuerza que mantuviera el modelo económico, también le habría explotado la crisis en sus manos a medio mandato -tal como sucedió con De la Rúa en 2001- y como sucede con Cristina Kirchner hoy. De esta manera, se produjo un combo letal entre perpetuidad en el poder y resistencia al cambio, y entre lo peor del menemismo con lo peor de la Alianza.
El dilema opositor de cara al año que viene será tal como se presenta hoy: entre la continuidad con cambios o el cambio en sí mismo. La experiencia que tenemos con haber mantenido la misma receta en contextos tan diversos ha dado sobradas muestras de cómo podríamos abordar dicho dilema.
El uruguayo Daniel Viglietti cantaba con tono de folklore: “Me matan si no trabajo y si trabajo me matan”. En ese mismo dilema parece encontrarse cualquier tipo de posicionamiento político nacional, que va desde la oposición hasta el oficialismo, el cual se tensa sobre la base de dos ideas que siguen intereses diferentes: por un lado, el deber de advertir con responsabilidad sobre la calamitosa gestión del Gobierno Nacional de los últimos meses y, por el otro, la necesidad de presentar una alternativa de cambio o de “continuidad con cambios” a la sociedad.