Por: Nicolás Pechersky
“La patria es el otro, dijo, y me conquistó”, decían los afiches de La Cámpora al unir la frase de la presidenta con el tema de los Redondos “Un poco de amor francés”. No podemos acusar a los creativos de no ser, al menos, irónicos. Para quienes el lujo es todo menos vulgar, con sus mansiones y sus autos, sus carteras y sus rolex de oro, de los que se importan y se pagan en dólares, no cedines, de los que todavía no se ensamblan en Tierra del Fuego.
Pero todo se reduce a eso en nuestro querido país, a la plata. Porque así es la vida. Porque se habla más de plata en las casas donde falta que en las casas dónde sobra, y cada vez falta más.
Nuestra política, mezquina y superficial cómo es, se reduce a eso, a la plata, a cómo se la reparte y a quién se la queda.
Probablemente las dos cosas menos interesantes en el mundo para discutir hoy sean las joyitas de la agenda de esta semana. Por un lado el conflicto entre Nación y Ciudad por el monumento a Colón. Un monumento que no se ve porque nadie camina por ahí y porque si lo mirás desde el auto chocás, y por sobre todo, porque a nadie le importa.
También el debate de la cultura estatalmente financiada, de cuánto se gasta en el cine argentino, en sus actores, y cuánto en los recitales gratuitos. Si está bien o no que Fito Páez se vuelva millonario con un par de recitales.
Qué gran nación seríamos si esas dos fuesen nuestras únicas preocupaciones.
Cómo dijimos, los problemas son siempre de plata. Los años que hay plata, los oficialismos ganan. Los años que no, la oposición gana.
Pero no es sólo la plata en sí, sino el cinismo con el que se la define con repulsión. Salir a manifestarte porque tus ahorros y tu sueldo, por la inflación, valen cada vez menos es de cheto, pero ser un militante de La Cámpora que gana el óctuple que un taxista que labura 12 horas por día es de revolucionario, de progre, de nacional y popular.
El tema también es la plata y cómo se burlan de los que no la tienen. Negar la inflación y obligar a los que no tienen trabajo a volverse parásitos de los planes sociales, rogando en los años electorales un ajuste por inflación es una burla.
Por eso la culpa es del Indio y de Fito y de todos los formadores de opiniones, los dueños de la industria cultural que le permiten a este gobierno mantener a los ricos ricos y a los pobres pobres, bajo el velo protector del progresismo.
La culpa es de los que usan su talento para dibujar una épica romántica de la conquista nacional y popular, mientras Moreno se alía a los grandes productores sojeros, a los grandes supermercados y a los empresarios. A los que saludan con la derecha mientras acusan con la izquierda de ser golpistas, de inventar la inflación y de no arreglar los trenes.
La culpa es de cada centavo invertido en esa industria que permitió la invención del relato, y también, la culpa es de los que recibieron ese dinero sin preguntar de dónde salía ni a dónde dejaba de llegar.
Pero por sobre todo, la culpa es nuestra, porque les creímos cuando había plata y ahora, que hay menos, dejamos de creerles. La culpa es nuestra por no aprender nunca.