Por: Nicolás Pechersky
Hace casi 60 años el mundo observó asombrado el trágico accidente de un avión que transportaba a un grupo de estudiantes, ninguno de ellos mayor de edad.
Por esas cosas incomprensibles de la vida, tal vez por caprichos del destino, o solo con fines literarios, ese avión cayó sobre una isla desierta y el grupo de chicos sobrevivió.
De repente esta isla se volvió su único mundo, al menos por un tiempo. Su realidad, libre de adultos, de reglas, de contratos sociales preestablecidos. Un mundo sin límites a la imaginación y a la concepción inocente de la vida en sociedad que sólo la visión de un chico puede comprender. Un borrón y cuenta nueva de la forma de organizar la conducta de los hombres en sociedad.
Este nuevo gobierno joven, ideal, libre de los vicios de los adultos ya corrompidos, arranca como una democracia participativa donde todos opinan, todos deciden y todos trabajan. Rápidamente evoluciona en una tiranía con liderazgos fuertes y oposiciones débiles.
En busca del orden y de la justicia estos líderes ejercen el monopolio de la fuerza hasta llevarlo a los límites de la violencia y de la muerte, todo en nombre del bien común.
Hace casi 60 años el mundo observó asombrado como una novela para chicos llamada El señor de las moscas, de William Golding, ponía en jaque los pilares fundamentales sobre los cuales se fundaron nuestras democracias.
Este libro se anima a desnudar la eterna lucha entre la civilización y la barbarie. Pone en cabeza de los jóvenes, libres de los principios sociales que les serían inculcados por el paso inevitable del tiempo, la naturaleza humana más cruda y salvaje, la de la jerarquía del más fuerte sobre el débil. La concepción nietzcheana donde el más débil debe perecer y el fuerte tiene la obligación de ayudarlo.
Los actos ridículos y barbáricos de Juan Cabandié que derivaron en el despido de una pobre chica que sólo cumplía con su trabajo nos hace recordar obligatoriamente este memorable cuento.
Nos lleva a reflexionar sobre las consecuencias de dejar la suma del poder en manos de chicos sin experiencia ni voluntad alguna de diálogo. Nos despierta, como un baldazo de agua fría de realidad, de que delegar el monopolio de la violencia en manos de estos políticos jóvenes, en manos de La Cámpora, termina siempre así. Porque, no nos engañemos, un correctivo y su consiguiente despido por no respetar la ley del más fuerte, del diputado, del hijo de desaparecidos, es violencia.
La creciente influencia de los jóvenes K en las decisiones más importantes de la política, de la gestión y de la economía nos hace sentir así, gobernados por ese grupo de menores que terminaron matándose entre sí. Un grupo de chicos que cuando se les dio la posibilidad de gobernar, perdieron la inocencia, y la cambiaron por violencia.
El creciente poder de estos personajes nos hace sentir que vivimos en una versión moderna de ese cuento de hace 60 años, que vivimos en el País de los Mosquitos.