Por: Nicolás Pechersky
El libro Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, de Roberto Payró, es uno de los textos de actualidad que mejor retratan a la sociedad y a la política argentina. Este libro corto, plagado de humor y de imágenes que nos referencian hoy a casi cualquier político argentino, tiene una particularidad: fue escrito hace más de 100 años.
Cuenta la historia de un tipo llamado Mauricio Gómez Herrera, quien pasa de una familia humilde de un pueblo chico del interior a las primeras líneas de la política nacional, de diputado a jefe de policía.
El protagonista es hijo de la generación del 80, pero podría haber nacido radical de Yrigoyen, peronista del ’45 o del ’73. Pudo ser kirchnerista de La Cámpora, cineasta de izquierda o denunciador de Lilita.
La historia de su crecimiento vertiginoso en la política con vivezas criollas, casamientos por interés, cargos, alianzas y traiciones es aplicable a cualquier época, cualquier partido y cualquier proceso que hayamos vivido, donde la inteligencia para vender es más importante que la capacidad de hacer, y donde la habilidad para reinventarse para saltar de partido en partido sin ensuciarse es el ítem más buscado del currículum en el mercado laboral de la política.
El gran enigma argentino es cómo entramos al siglo XX como una de las diez potencias mundiales y salimos del mismo siglo en helicóptero entre saqueos y golpes de estado opositores.
Desde que empezamos a votar el país fue más o menos el mismo durante ya 100 años. Con distintos colores políticos, distintos presidentes y sobre todo con distintas coyunturas internacionales que hacen de un país que casi no desarrolló ninguna industria salvo la de los alimentos, un péndulo que va de la pobreza y la crisis a la opulencia y el derroche.
Cada gobierno que llega destruye lo que hizo el anterior, lo demoniza discursivamente, cambia algunas cosas, y termina cayendo en los mismos vicios, con la idea de que son medios para el fin último de convertir en realidad la eterna promesa de campaña de ser, efectivamente, un cambio.
Pero esto no cambia, y probablemente nunca cambie. Los políticos no salen de un repollo. Son el resultado de la sociedad en la que nacen. Exponen los mismos vicios. Son ventajeros y en gran medida corruptos. Facilistas, aunque excepcionalmente inteligentes y creativos.
Cada diez o doce años tenemos saqueos, inflación, crisis, ajustes y a miles de planes sociales manifestándose cerca de las fiestas. Los problemas son los mismos con un Estado quebrado como en 2001, con una hiperinflación como en el ’89 o con un Estado millonario con soja a U$D 500 la tonelada y parados sobre la segunda reserva de petróleo no convencional del mundo.
La clase política es responsable, pero no la única. Los buenos modales se aprenden en casa y depende de todos cambiar este paradigma.
Tal vez prendernos fuego no sea tan malo, en el largo plazo. Tal vez haga falta que explote todo para entender de una vez que no somos el pueblo elegido y que la única forma de desarrollarnos es con trabajo serio a largo plazo. Aunque ojalá no lleguemos a eso.