Por: Orlando Molaro
Este no es un artículo sobre observación política. Es una opinión sobre la forma en que el gobierno elige comunicarse. Es una aproximación al estilo con el que el “poder” prefiere relacionarse con sus audiencias. Por alguna razón extraña, que ni siquiera analizaremos, el gobierno ofrece muy pocas explicaciones sobre sus decisiones o movimientos. La conferencia de prensa sui generis que brindó Martín Insaurralde por el episodio de Juan Cabandié fue apenas un brote en el enorme desierto de los silencios.
Esta es la razón por la que nos hemos transformado en un país donde nadie pregunta sobre los hechos. Nos hemos acostumbrado a manejarnos exclusivamente por hipótesis y hemos llegado al extremo de preguntar sobre conjeturas. Aquí, como en todo, hubo omisión del ciudadano y voluntad expresa por parte del grupo de poder en el gobierno. Tanto la presidente, como su entorno más cercano (especialmente la juventud liderada por su hijo Máximo) han asumido como una verdad ineluctable que ellos no necesitan dar explicaciones sobre sus actos.
Acostumbrados a ir así por el mundo, bajo el dogma que pregona que “a la presidente no se le habla, a la presidente se la escucha”, los ciudadanos se acostumbraron a escuchar y el gobierno se acostumbró a hablar. Esa temporada de relato monocorde fue interrumpida siempre en forma inesperada y por actores inadvertidos.
El primer episodio ocurrió en el exterior, cuando un grupo de jóvenes estudiantes de Harvard, algunos argentinos, con tres preguntas básicas, pusieron a la jefa de Estado en nocaut técnico. Balbuceando, perdiendo los estribos e -inclusive- menospreciando la calidad de universidades públicas del país, la presidente no logró establecer una conexión entre su relato y los hechos que esos púberes ponían en evidencia. La señora Fernández de Kirchner la pasó mal y sus respuestas se desacoplaron por completo de la realidad.
El segundo ocurrió durante las inundaciones del 2 de abril en La Plata. Un periodista de Canal 7 (la Televisión Pública), preguntó al líder de La Cámpora, Andrés Larroque, por qué las cuantiosas donaciones de gente común eran administradas por personas que usaban un chaleco azul con la identificación de ese grupo político. No hubo, por parte de Juan Miceli -el periodista que efectuó la pregunta- ninguna adjetivación, ni introducción que se entendiera como prejuzgamiento o una opinión de soslayo. Lo que siguió fue una respuesta desencajada de Larroque, más parecida a una “guapeza” barrial que a una explicación mesurada de un dirigente político dando las obligatorias aclaraciones que merecía el episodio.
El tercer capítulo viene a encontrar a Cabandié frente a una empleada de tránsito de 22 años. Es probable que Belén Mosquera -de ella se trata- no haya tenido mucha idea sobre quién era aquel hombre a quien había detenido para pedirle los papeles del auto. En los sucesivos videos, que fueron entregándose por etapas, se ve a Cabandié fuera de sí -¡abrazado a la causa de los derechos humanos para “zafar” de una multa!-, insultando a la agente de tránsito, a la Gendarmería y -ahora nos enteramos también- a la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Otra vez aparece la incontinencia verbal de un militante de La Cámpora que contrasta con la serenidad de una adolescente cumpliendo con su trabajo. Las grandes convicciones del gobierno son deshilachadas por preguntas breves o interpelaciones minúsculas. Deberá asumirse, en el seno del poder, que las cosas comienzan a cambiar y que el ciudadano -al fin de cuentas estos tres episodios fueron multiplicados en las redes sociales por personas comunes y corrientes- está exigiendo mayor nivel de detalle en las explicaciones que el gobierno debe ofrecerles. Y a la oposición le llega también un llamado de atención.
Está claro que si sus intimaciones fueran lo suficientemente incisivas como para generar cambios positivos en el gobierno, no sería necesario que los ciudadanos de a pie terminemos confrontando con ministros, secretarios o legisladores. Muchos miembros de La Cámpora, inclusive, han zamarreado públicamente a legisladores y líderes políticos sin ninguna consecuencia en la opinión pública. El caso Cabandié -sin embargo- suena a bisagra. Pero toda la dirigencia política debería estar escuchando. La ciudadanía comienza a exigir que los discursos sea acompañados por comportamientos ejemplares de parte de quienes han elegido la carrera política. Sobre todo, después de un ciclo donde predominaron el lenguaje infantil y los cuentos fabulescos.