“Somos nuestra memoria”, nos decía Jorge Luis Borges.
Este fragmento de una frase genial del gran autor argentino lo dice todo.
No es una ponderación, aunque pensado con premura, así lo parezca. Es más bien una constatación. Nuestros paraísos y nuestros infiernos tienen que ver con el ejercicio individual y colectivo que hemos hecho de la memoria.
Del pasado que hemos valorizado y de la sabiduría que hemos acumulado para proyectarnos en un futuro que aún se nos muestra con incertidumbres.
Más aún, el concepto de este escritor sin par se asemeja incluso a una advertencia.
Cultivar la memoria, ése parece ser el desafío.
Cimentar nuestra sociedad a partir de mojones históricos con verdadera grandeza.
Personas, hechos, fechas trascendentes en la construcción de una memoria social.
Hay una en los días que vivimos, que aparece como trascendente.
El 30 de octubre de 1983.
El pueblo argentino tenía la trascendental misión de dejar atrás la etapa más negra de su historia; la dictadura militar y su nefasto legado de muerte, desapariciones, entrega y oscurantismo en la que nos había sumido.
A simple vista era un proceso electoral distintivo, rodeado de circunstancias excepcionales.
Hoy, treinta años después, sabemos que fue mucho más.
Fue el primero de otros importantes pasos que pondrían fin, de una vez y para siempre, a las aventuras mesiánicas de los prepotentes del poder. No sólo triunfó el padre de la Democracia Moderna, don Raúl Ricardo Alfonsín, sino que se derrumbaron en esa singular gesta democrática las pretensiones de impunidad del poder militar saliente. Eran las puertas que se abrían para el histórico Juicio a las Juntas, al cual le seguirían retrocesos y avances de las diferentes administraciones democráticas, que hoy están definitivamente encaminadas a decretar justicia, en un tiempo que se nos hizo largo para la reparación de tanto dolor.
Queda aún mucho por hacer: profundizar los derechos ciudadanos largamente postergados, desarrollar una cultura y normativas severas contra la corrupción, recuperar definitivamente un ejercicio pleno del debate democrático, respetar la palabra empeñada en los programas electorales, escuchar la voz popular cuando ésta se hace oír, entre otros.
Pero hoy sabemos que ese largo proceso de maduración y templanza cívicos, el aprendizaje del respeto de las voluntades populares, con sus logros y sus fallos, nació aquel 30 de octubre de 1983.
En estos días hemos colocado otro mojón democrático. El pueblo, soberano, se ha expresado y, más allá de los resultados que son su mensaje inapelable, los líderes políticos deberán llamarse a la reflexión y mirar una vez más el 30 de octubre de 1983 para recordar de dónde venimos, cuánto nos ha costado poder elegir en libertad. Deben, imperiosamente, hermanar a la sociedad, alejando violencias y afrentas gratuitas, estériles, pero por sobre todo acechantes. Disolver la memoria histórica es empezar a transitar una vez más el camino de aventuras peligrosas.
No debemos olvidar entonces aquella formidable manifestación de reconstrucción democrática hecha en paz, por un pueblo doliente, que aún sangraba de sus peores heridas.
Es un mandato histórico, un deslinde, una frontera, intangible quizás, pero más nítida que nunca, que deberá señalar a las generaciones que nacieron en plena democracia, que este bien preciado que crece desde hace 30 años lo debemos preservar, amar y mejorar en cada día de nuestras vidas.
No hacerlo sería, no sólo un desacierto imperdonable, sino una desmemoria que nos llevaría a una ruina que no nos merecemos. En absoluto.