12 de Agosto de 1934. Tarde de fútbol para romper la medianía del cielo gris y la melancolía traicionera de las tardecitas domingueras. Viejo estadio de Independiente, ganaba 1-0 el poderoso Boca de Cherro (¡que a la postre saldría campeón con 101 goles!)
En el minuto 68, Antonio Sastre desborda por la derecha, llega hasta el corner y lanza un violento centro a media altura hacia el área de Boca. Un esmirriado delantero llegado ese año de Paraguay se lanza en palomita para conectar el balón pero se pasa de largo, entonces levanta sus tacos al aire e impactando de lleno la pelota, la deposita en el fondo del arco xeneize ante una atribulada tribuna visitante que no puede creer ese malabarismo circense que les ha empatado el partido.
Un oportuno reportero gráfico titula a la ignota destreza, “el balancín”. Muchos años después será rebautizada, “El Escorpión” en manos, perdón, en pies del inefable René Higuita, arquero colombiano.
Pasaron los años. Demasiados para mi almanaque personal.
Estos días nos hemos vistos envueltos en un desencanto generalizado. Estamos todos los amantes del fútbol nocauts de pie. Ha muerto un joven jujeño al chocar una pared dentro de una cancha y han desarticulado el clásico más grande del mundo. En realidad ya viene de hace años; manejos financieros turbios, las barrabravas se adueñaron de las instituciones (y del barrio aledaño), los clubes endeudados, los dirigentes enriquecidos, las tribunas visitantes vacías, la violencia por doquier, los viejos códigos extraviados, las botineras, los shows mediáticos, el individualismo y para frutilla de un postre amargo: los jugadores rivales se han transformado en enemigos a destruir. Una finta, un caño, un pisar la pelota puede ser la invitación para perder una pierna. ¡Maldición!
Lo vi triste a mi nieto volver de la cancha y me nubló el corazón. A falta de otra cosa he pensado mucho en estos días. ¿Por qué nos enloquecían las gambetas del loco Bernao en el rojo del ’60, o los goles a la carrera del Chirola Yazalde, o los despejes endiablados del chivo Pavoni? ¿Por qué?
Porque adelante estaba uno de los mejores 3 de la historia, Marzolini. Para hacerle un gol a Racing había que superar a Perfumo, o vencer a Roma, a Carrizo, a Buttice. ¿Por qué queríamos tanto a Santoro? Y bien, no era fácil atajarle un balinazo al Gringo Scotta, y así hasta el infinito.
Adoraba a Independiente por la calidad de sus rivales. ¿Quién no quería ver jugar a Ermindo Onega? O ganarle al equipo de José? O ver surcar la línea como lo hacía el loco Houseman? El fútbol no es sólo un deporte en equipo, lo es en plural, de equipos. Sólo alcanzamos la gloria si superamos a oponentes de la misma talla.
Y obtener el reconocimiento masivo era el logro máximo de cualquier futbolista.
Bochini siempre contó que su hazaña más grande fue el 2-2 contra Talleres, en Córdoba. Y lo que más lo marcó fue que dieron la vuelta olímpica aplaudidos por todo el estadio.
Pero hace rato andamos mal. Me dí cuenta un día cuando en Avellaneda en vez de deleitarnos con las gambetas de Gustavito Lopez la tribuna se dedicaba a recordarles el origen paraguayo de muchos simpatizantes de Boca. Lo miré a mi hijo y le dije: NO, es una canallada, no hay que cantar esto. Si el jugador más grande de la historia de Independiente es paraguayo, precisamente. Por nuestras gramillas han pasado de todos los países. Jugadorazos.
El racismo estupidiza. Trastoca las ideas y anochece el alma.
1957, han pasado 23 años de aquella tarde en Avellaneda. En Madrid, un argentino, Alfredo Di Stéfano, cumplía uno de sus sueños más preciados, convertir un gol haciendo el escorpión. Cuando le preguntaron cómo había inventado la destreza, La Saeta Rubia aclaró que la suya era una copia, que el original había sido guaraní.
Un paraguayo hecho de mimbre, el saltarín, el hombre de goma, el genial Arsenio Erico había sido el creador del gesto mágico. Pero lo que siempre asombró a Erico fue el sostenido y espontáneo aplauso de la hinchada boquense. Y el admirador que lo imitó en España era de River.
Se dan cuenta ahora. ¿Entienden para dónde voy? No pueden robarnos el escorpión, ni la chilena, ni el caño, ni el gol olímpico, ni al Piraña Sarlanga de Boca, ni al Charro Moreno de River, ni a Vicente de la Mata, ni a Fillol, ni al Chango Cárdenas, ni a… no alcanzarían mil páginas. Felizmente.
Ya sé. Hay otras prioridades, en el país. Hay otras prioridades.
Pero hoy déjenme soltar una lágrima por el fútbol. El verdadero.
El de nuestros padres, el de mi adolescencia y el de mis nietos.
No van a poder. No lo van a poder robar.
El escorpión los va a picar a estos ladrones de ilusiones, ya van a ver.
Y va a ser un golazo.
De emboquillada.
Seguro.