En los últimos días hemos escuchado toda clase de explicaciones tendientes a negar la razón (o la causa) de la devaluación del 25% desde el 1° de enero. Entender que la inflación y sus efectos impactan en la depreciación de la moneda parece ser imprescindible para despejar afirmaciones temerarias en boca de quienes tienen la responsabilidad de definir las políticas económicas del país. Primero, resulta necesario aclarar que desde el mismo mes del año 2013 a la fecha, nuestra moneda se depreció (se devaluó) un 65%, cuando el valor de nuestra moneda oficial era publicado en las pizarras a $4,90.- por dólar.
Segundo, no se puede negar que la devaluación de una moneda impacta en forma variable y dispar a todas las cadenas de valor. Los precios en dólares de los productos esenciales no han dejado de aumentar y se han transferido sin remedio. Si pensamos cuál sería el ejemplo más sencillo para entenderlo es tomar el precio de los combustibles a lo largo del año y relacionarlo con el costo creciente del transporte de todas las mercancías y servicios que requieren de algo tan simple como la acción de trasladarlas.
Vayamos un poco más allá en el tiempo: marzo de 2012, la nafta súper se vendía en YPF en la Ciudad de Buenos Aires a $4,94.- por litro. Hoy, 22 meses después, el aumento de petrolera nacional superó el 84% con un precio de $8,91.-. Este costo, el de los combustibles, se refleja inexorablemente en la porción relativa a transporte que está incluida dentro de cada producto que se comercializa en cualquier cadena de valor del país.
Tercero, quizá algo que no se entiende si uno no ha participado directamente en una relación comercial o tenido la posibilidad de ver cómo se completa el circuito de comercio. Un comerciante que tiene su stock como principal capital para generar riqueza y cubrir sus expectativas de vida, no puede (aunque no quiera por sesgo ideológico) reponer su stock si no actualiza permanente el precio de venta mayorista que requiere para continuar teniendo idéntico stock para que su negocio persista, es decir, no se funda. Sucede que para quien tiene la grave responsabilidad de dirigir la economía del país, esto resulta desestabilizador o cuando menos, una “avivada”. ¿Irresponsabilidad o ignorancia?
Expliquémoslo más simple. Si un comerciante tiene que comprar 1 kilo de clavos para su ferretería, va al mayorista y le consulta el precio para adquirirlo luego de hacer sus proyecciones de venta para saber si lo que va a stockear es suficiente o puede comprar menos para no tener tanto capital retenido en stock. Una vez que decide la compra y el producto se encuentra a la venta y efectivamente vendiéndose, es indispensable que tenga la suficiente gimnasia periódica (mensual, semanal, diaria) para constatar que la parte del precio mayorista del precio al público no ha variado, de lo contrario debe hacer el ajuste para poder seguir comprando el mismo stock cuando tenga que reponerlo.
¿Qué pasa si no lo hace? La primera vez que no lo haga, habrá perdido capital para comprar el mismo stock o resignado utilidades o ganancias para reponerlo. Si no actualiza los precios adecuados a los cambios de los precios mayoristas, entonces sus posibilidades de sobrevivir van a depender de la tasa de inflación y el recalentamiento de la economía. Si imaginamos la secuencia repetida, el ferretero va a comprar cada vez menos stock hasta que no pueda hacerlo más, más allá de que haya ajustado el precio al volver detrás de cada compra mayorista.
¿Y por qué aumentan los precios mayoristas? Bueno, ahí es donde el impacto de las variables macroeconómicas hacen que muchos productos con precio estándar internacional (commodities) aumenten sin más remedio e impacten en las industrias primarias o simplemente porque hay otros productos que contienen componentes importados a valor dólar que se ajustan por lógica ante una devaluación de nuestra moneda. Así es como puede aumentar el acero, el petróleo, el maíz, la soja o mantenerse a valor constante. Pero si la moneda se devalúa, su impacto va a ser siempre inevitable y se trasladará siempre a las cadenas de valor de nuestro país.
La razón de una devaluación, o depreciación de una moneda, tiene que ver con una decisión de un país de volverse competitivo ante el resto de los mercados, para el caso de sus mercancías exportables, pero cuando sucede en forma violenta o acelerada, las razones hay que buscarlas en la inflación y en la gran cantidad de billetes que se imprimen de moneda local cuyo respaldo no es otro que la confianza de la economía de transar esos pesos por bienes, aunque el bien sea una moneda como el dólar o el peso uruguayo.
No reconocer que la causa de esta devaluación y todas aquellas que nos han golpeado dramática y cíclicamente en nuestra Argentina, han provenido de situaciones de inflación acumulada, a veces contenida con precios ficticios, subsidios y emisión descontrolada de moneda para financiar déficits de las cuentas públicas, implica buscar excusas que puedan eximir a los responsables de asumir culpas. Una cuestión de ego o personalismos narcisistas, nada más que eso.
La solución será asumir el problema y corregir sus causas y contrarrestar los efectos. Eso se logra con humildad, con un plan férreo de control de emisión monetaria y una batería de medidas que apunten a devolver la confianza en la moneda. Pensar en retrotraer los precios o devolverle valor a la moneda argentina, con este escenario de aumento generalizado de precios y enfriamiento de la economía con un aumento tipo parche, de las tasas de interés, es francamente imposible.
Para comprender el problema, es fundamental reconocer los síntomas y asumirlos como tal, para entender que atacarlos resultará tan efectivo como tratar una infección febril con una aspirina. La causa, la enfermedad, apenas puede ser pronunciada en boca de los responsables de la conducción económica del país. ¡Es la inflación, estúpido!