La política argentina gravita sobre la indefinición permanente, los absolutismos ideológicos, el encasillamiento dogmático y la falta de imaginación. Los deseos les ganan a los hechos. Lo valorativo pesa más que lo fáctico. Las especulaciones más que la empírea. Se cree más en principios inmutables que en resultados concretos.
Las díadas que permiten ordenar un mundo transitaron la historia de las reflexiones no sólo en la política, también en la filosofía, en la sociología y en el derecho. Desde sus inicios, las reflexiones filosóficas han girado en torno a la causalidad-teología o el ser y la cosa. Individuo y sociedad trazaron las deliberaciones sociológicas. Iusnaturalismo y positivismo hicieron los suyo en el derecho. ¿Y en la política? Izquierda-derecha, liberalismo-conservadorismo. Y un poco más acá, en Argentina, las fuimos reemplazando por el binomio peronismo-antiperonismo.
La díada izquierda-derecha, radicalmente ponderada por ciertos sectores locales, no tiene demasiado anclaje ni en las reflexiones teóricas ni en la realidad. No lo tiene por varias razones. Una de estas razones, quizá la más lejana, está ligada a un punto de inflexión histórico. La vuelta de la democracia argentina, que trajo aparejada la noción de conciliación entre partes, significó, entre otras cosas, la búsqueda de un equilibrio ya no tanto ideológico, sino común a dificultades políticas.
Conciliación y consenso fueron dos ejes de unión dentro de una dimensión más amplia que era la democracia. La segunda razón se relaciona con problemáticas y conflictos que son imposibles de ser invertidos en puntos ideológicos. Desde una contrariedad ecológica, pasando por la libertad digital, hasta llegar a privaciones en los servicios públicos. La empírea demuestra tendencias centristas en la mayoría de las acciones políticas, el racionalismo introduce abstracciones e ideas de una eternidad pasada, difícil de ajustar a lo fáctico.
La política se sacrifica con la veracidad de las ideas: desde el genuino peronismo hasta la genuina derecha. La política cambia, las sociedades cambian, pero las categorías siguen ahí como sistemas cerrados, casi inalterables. Se carece de una revisión de categorías, hecho que no parece demasiado relevante en los tiempos que corren. Quizá más alarmante sea la tendencia a insistir en el beneficio de la verdad, porque no se cree en la palabra de quien enuncia sino en la esencia de lo que está ahí, esperando a ser descubierto.
Con empeño, y desde diferentes costados, se fue clasificando ideológicamente al espacio político que asumirá el 10 de diciembre. Los más impacientes lo definieron como la derecha tradicional. Otros, con algo más de astucia, como la nueva derecha que ha logrado entrar, finalmente, al juego electoral. Y aplauden. Un poco más creativos son quienes no han dudado en explicar el triunfo de un conservadorismo moderno.
Nadie, absolutamente ningún referente del espacio, se ha tomado el trabajo de encasillarse ideológicamente en algún costado. De nuevo: no se cree en la palabra de quien enuncia, sino en la naturaleza de las cosas. Verdad y política pueden llevarnos ociosamente hacia tendencias más autoritarias que reales. Es más fácil esquematizar y ordenar que traducir. Una tríada pueda otorgarnos más inseguridad que una díada. Así lo entendió Max Weber. Un principio se nos puede presentar inmutable, los hechos no.
Clasificamos con el fin de controlar aquello que —probablemente— no se pueda prever. Lo imprevisible implica más riesgos que certezas. También clasificamos para ordenar y esto no es un problema mientras no nos impida pensar más allá.
En el lenguaje político se suele retomar a Norberto Bobbio, el gran filósofo italiano que hace veinte años escribió uno de los mejores libros de teoría política: Izquierda y derecha. Inmejorablemente escrito, de lúcida reflexión, pero que las más de las veces encuentra una imposibilidad práctica para ser aplicado a la política de nuestro tiempo. No se trata de negar la utilidad de las categorías, sino de trascenderlas.
Fue Anthony Giddens quien en 1998, en Más allá de la izquierda y de la derecha, desarrolló la noción de la política de la vida. Un escrito de enorme sagacidad intelectual donde proclamó la necesidad de superar binomios. Su tercera vía no significaba un medio entre comunismo y liberalismo. Tampoco significaba moderación. Mucho menos un término medio entre conceptos.
Superar binomios significaba una vía de transformación en los marcos de pensamiento para la política práctica con el fin de ajustar cosas a un mundo político distinto. Porque la resolución de problemas tiene que ver con resultados y no tanto con principios.
Quizá sean tiempos de reformulación de la política. Más práctica que teórica, más concreta que abstracta, más resolutiva que principista. Que de las definiciones se encargue el tiempo, la única variable que no engaña.