Por: Paula Bertol
Finalmente ayer comenzó a tomar forma la mal llamada “democratización” del Poder Judicial. Tal como anticipó la Presidenta el lunes, la reforma fue enviada al Congreso en seis proyectos diferentes que extrañamente ingresaron en forma separada en las dos Cámaras. Una nueva modalidad motivada, tal vez, por quitar protagonismo a la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados, cuya presidencia ya no es ejercida en forma alineada al proyecto por el diputado nacional Jorge Yoma.
Nuevamente se mezclan dos cuestiones que someten la libre valoración de quienes integramos estos cuerpos: por un lado la necesidad de reformas consensuadas que fortalezcan la democracia, y por otro el convencimiento a esta altura de que en lo anunciado subyace un fin distinto.
Creo que esto último motivó al Presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, a señalar una advertencia sobre la reforma de la Justicia: “Quédense todos muy tranquilos”, porque el máximo tribunal actuará con “equilibrio, independencia y honestidad”.
Respecto de los proyectos, la modificación de la composición del Consejo de la Magistratura y del procedimiento de elección de sus miembros es el aspecto que mayores dudas presenta sobre su constitucionalidad. La propuesta del Poder Ejecutivo ata la votación de los consejeros a la elección presidencial que tiene lugar cada cuatro años, y esta es una situación que claramente partidiza el procedimiento. La elección presidencial arrastrará la de los consejeros, que además no contarán con una revisión de medio término como los legisladores.
El otro tema que preocupa seriamente es la inconstitucionalidad de la elección popular que se propone para los abogados y jueces, ya que según el art. 114 de la Constitución Nacional el requisito de éstos no se establece respecto de su condición de elegibilidad, sino en razón del sector al que están llamados a representar.
Se pierde también en esta reforma la oportunidad de modificar aspectos importantes en el proceso de remoción de los jueces, como la reducción del plazo de tres años para abrir dicho procedimiento. En este sentido desde la oposición propusimos, en la reforma del Consejo de la Magistratura del 2010, la disminución de este plazo a un año para evitar que la prolongación en el tiempo de una situación no resuelta se convirtiera luego en un elemento de presión hacia los jueces.
Por otra parte, hay que destacar también que el proyecto del Ejecutivo mantiene la exclusión de la representación de la Corte en el Consejo, hecho que seguimos interpretando como inconstitucional, tal como lo expusimos oportunamente.
En cuanto a las reformas sobre transparencia y publicidad de las declaraciones juradas, nada nuevo implican que no pudiera haberse alcanzado con el efectivo cumplimiento de la Ley de Ética Pública sancionada hace 10 años.
Lo que faltó estos diez años, siendo responsabilidad del Poder Ejecutivo, fue una reglamentación adecuada que hubiera simplificado las trabas que los distintos órganos de gobierno pusieron a la publicidad de las declaraciones juradas no sólo de los magistrados sino de todos los funcionarios públicos. Además, la integración de la Comisión de Ética, tan reclamada en distintos proyectos, habría facilitado la ejecución y el control de la ley.
Finalmente, pretender agilizar el funcionamiento de la Justicia creando nuevas instancias como las tres Cámaras de Casación que soslayan debates aún pendientes como es el traspaso de la Justicia ordinaria a la Ciudad de Buenos Aires, es, cuanto menos, contradictorio.
El gobierno nacional busca dar un paso más hacia el control del Poder Judicial, y el senador Aníbal Fernández lo deja bien en claro cuando dice que desestima posibles modificaciones en la reforma ya que está “todo discutido y chequeado”.
Desde hace tiempo venimos destacando la necesidad de reformar el Poder Judicial, pero la realidad es que estas reformas amenazan aún más la división de poderes, base fundamental de nuestro sistema republicano y democrático.