La inseguridad mata como la inundación

Ricardo Romano

Incluso más. Pero a nadie le importa. Como es una tragedia que viene por “goteo”, las autoridades, y los políticos en general, sienten que pueden desentenderse del asunto. La inundación, en cambio, desnudó de golpe, en pocas horas, toda la impericia y la desidia estatal. No hubo modo de esconderlas ni de esconderse. Y no fue sólo por la falta de prevención, la no ejecución de presupuestos o la malversación de fondos destinados a obras hidráulicas, sino también por la respuesta posterior, con la habitual búsqueda de chivos expiatorios y el intento de aprovechamiento partidario-electoral de la tragedia.

Pero el drama de la inseguridad, constante y creciente a lo largo de estos años, parece habernos sumido en un siniestro acostumbramiento, como si se tratase de un fenómeno casi más “natural” que la lluvia, que no tiene responsables y contra el cual nada puede hacerse.

En lo que va de este año, solamente en Mar del Plata, murieron 24 personas en hechos delictivos, según la Asociación de Familiares de Víctimas del Delito de esa ciudad.

En lo que va de este año, la Policía Bonaerense perdió a 4 de sus hombres, asesinados por delincuentes; una muestra palmaria de la anomia en la cual vivimos. En una sociedad normal, el asesinato de un policía es un desafío inaceptable, un hecho de extrema gravedad, porque cada uniformado es la encarnación del monopolio estatal de la fuerza pública, algo que en Argentina el Gobierno ha renunciado hace tiempo a ejercer.

En su discurso por el nuevo aniversario de Malvinas, el pasado 2 de abril, la Presidente dijo que “el amor a la Patria es el amor al prójimo”. Es una gran verdad: no puede decirse patriota quien no ama a los argentinos.

Pero en ese mismo momento, y mientras Cristina Kirchner rendía homenaje a un joven héroe sureño, cinco familias argentinas quedaban enlutadas por hechos de inseguridad en un lapso de apenas 48 horas. Sin recibir ningún tipo de consuelo oficial.

El Justicialismo surgió como una superación de anteriores ideologías que tenían una idea abstracta de la Patria, que creían posible la grandeza de la Argentina pese a la miseria de los argentinos.

Por eso es inaceptable que quienes se dicen peronistas hagan beneficio de inventario con los muertos. Los jóvenes de Cromañón no merecieron lágrimas oficiales porque la responsabilidad política del incendio recaía en los hombros de un intendente amigo. La muerte de un joven militante de izquierda a manos de una patota sindical, en cambio, permitió tirar lastre de un barco oficial algo recargado, sacrificando una pieza que nunca fue del todo propia.

A fines del año pasado, meses antes de darle un Papa al mundo, la Iglesia Católica Argentina advertía sobre la desidia que facilita que la vida de los argentinos carezca de valor producto del avance del flagelo de la criminalidad y el narcotráfico.

Es de esperar que los políticos, como pidió varias veces Jorge Bergoglio cuando aún pastoreaba entre nosotros, se pongan de una vez por todas “la Patria al hombro” y se decidan a cuidar de la vida de todos y cada uno de los argentinos.

Pero lamentablemente la respuesta de nuestros funcionarios sigue siendo la de Caín (cuando Dios le preguntó “¿Dónde está tu hermano Abel?”): “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”.