¿Vale la pena defender el sistema?

Roberto Porcel

He leído y escuchado a sendos y reconocidos sociólogos y politólogos en los últimos días, respecto de lo que está sucediendo en el país, con el consejo de poner el pie en el freno y detener el acelerador. Ello por cuanto las consecuencias, según su mirada, de continuarse a esta velocidad, podrían ser impredecibles. Preocupados por el desenlace que pueda tener el paso de Cristina Fernández de Kirchner por los tribunales de Comodoro Py, se muestran más inclinados a aconsejar un pacto entre los grupos dominantes que a que se llegue al fondo del hueso en la investigación judicial. Dicho de otra forma, un pacto entre las élites, aunque ello implique soportar la corrupción, a fin de salvaguardar el sistema.

La pregunta que seguiría entonces, es qué sistema se pretende preservar. En efecto, en estos últimos doce años, sobre todo en los últimos ocho años, hemos visto cómo se ha descompuesto el sistema institucional de nuestro país. En rigor, lo que se ha vivido fue una ficción de democracia en la que todos hemos sido de una manera u otra grandes cómplices. Tanto nuestra Carta Magna como el Código Penal prevén expresamente sanciones para quienes alteren el orden constitucional. Sin embargo, hemos asistido mansamente a observar y tolerar cómo se desvirtuaba la división de poderes que debió regir, y que ciertamente no rigió. Nos hemos cansado de escuchar que durante la gestión Kirchner el Congreso de la Nación fue una escribanía del Ejecutivo. No se deliberaba ni elaboraba en el recinto, sino que se aprobaba lo que decidía el Ejecutivo Nacional a libro cerrado.

La mejor muestra de ello son las distintas manifestaciones, por ejemplo del senador Miguel Ángel Pichetto. Así, allá por el 2008, Pichetto exclamaba: “Si Julio Cobos vota en contra, tendrá que irse del Gobierno”, o cuando sostuvo sin ningún pudor: “Voto el Código Civil por obligación política”, o finalmente, cuando hace muy poco tiempo, manifestó: “Recuperé la capacidad de pensar”; lo que, a contrario sensu, indica y es un reconocimiento de que la había perdido. Sobre todo esta última manifestación da cabal visualización de lo que sucedió durante todo el Gobierno kirchnerista. El Congreso no tenía voluntad propia, ni concebía un pensamiento autónomo, sino que estaba sometido —por voluntad propia, ciertamente— a lo que el Ejecutivo dispusiera. Esto parecería justamente lo que el artículo 227 del Código Penal prevé y castiga: “Serán reprimidos con las penas establecidas en el artículo 215 para los traidores a la patria los miembros del Congreso que concedieren al Poder Ejecutivo Nacional y los miembros de las legislaturas provinciales que concedieren a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, la suma del poder público o sumisiones o supremacías, por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de algún gobierno o de alguna persona (artículo 29 de la Constitución Nacional)”.

Algo similar ocurrió con el Poder Judicial. Hemos asistido a un enfrentamiento visible entre una Justicia militante, es decir, al servicio de un poder político y funcionarios que exigían mantenerse al margen de la militancia política. Corolario de esta disputa, fiscales removidos de sus causas o suspendidos, imposibilitados de continuar con sus investigaciones; jueces que recibían todas las causas que interesaban al Gobierno y otros que eran objeto de denuncias y quita de sueldo. O sobreseimientos exprés en causas que involucraban a funcionarios del Gobierno, etcétera. Como contrapartida, un sinfín de sentencias y mandas judiciales que el Ejecutivo no respetó ni cumplió; los jubilados pueden dar buena prueba de ello. O funcionarios que jamás volvieron a ser reincorporados en sus cargos pese a lo resuelto ni más ni menos que por la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación. En suma, un Poder Judicial totalmente desvirtuado y controvertido.

Es notorio, luego, que la división de poderes y el sistema democrático en estos últimos años sólo fue una parodia de lo que debió ser. Un Poder Ejecutivo que verdaderamente fue por todo, sin reconocer ningún límite. Interfirió con tal desparpajo en todos los ámbitos que hoy resulta imposible olvidar a aquellos funcionarios autoritarios que irrumpían en asambleas privadas al grito de “Aquí no se vota”, al tiempo que exhibían y ofrecían guantes de box a quien osara oponerse: el colmo de lo bizarro.

Ya con el diario del lunes, y a la luz de lo que vemos que va surgiendo de las distintas causas judiciales que parecerían haber recobrado vida a partir del cambio de gobierno, se puede observar que lo que verdaderamente marcó la era kirchnerista fue la gran corrupción que reinó, que dejó como saldo un país empobrecido y funcionarios enriquecidos. Todos esos atropellos a la república que atentaron contra una verdadera democracia tuvieron por único objeto esconder la corrupción que hoy finalmente sale a la luz.

Cabe preguntar, entonces, retornando al inicio, cuál es el sistema que se quiere preservar. Si es el que parecería que queremos dejar atrás a partir de la última elección, no comparto que sea una buena idea pactar con quienes han sido los responsables de esa gran corrupción. Si el sistema implica corrupción, la mejor opción entonces es pensar en cambiar de sistema. Nunca preservarlo. Pero si concluimos en que no es el sistema el que falló, sino sus actores, que se aprovecharon de él para enriquecerse a sus expensas, lo que debemos hacer es prescindir de ellos y castigar los actos de corrupción. De lo contrario, no estaremos preservando el sistema, sino coadyuvando a su deformación e incentivando la corrupción.