ROMA – Un fuerte indicador de la secularización en los países de antigua cristiandad es el descenso de los matrimonios sacramentales.
También Italia está marcada de manera significativa por este descenso. La edición del 2012 del Anuario estadístico italiano, publicada los días pasados por el ISTAT -Instituto Nacional de Estadística-, ha documentado que por primera vez, en Italia del norte, los matrimonios civiles han superado a los matrimonios religiosos en una proporción del 51,7 frente al 48,3 cada cien matrimonios.
Pero esto no significa que los matrimonios civiles registren una “victoria” sobre los matrimonios celebrados en la iglesia. Tanto los unos como los otros, efectivamente, han disminuido de número respecto al año precedente. Es más, el descenso de los matrimonios civiles es mayor que el de los religiosos: menos el 7,3 por ciento los primeros, y menos el 4,6 por ciento los segundos.
Para los matrimonios civiles el descenso es muy importante. Tras muchos años de crecimiento ininterrumpido, desde el 2008 no hacen otra cosa más que disminuir. El demógrafo Roberto Volpi ha comentado en Il Foglio del 28 de diciembre:
“Si se tiene en cuenta que entre los matrimonios civiles crece la tasa de los segundos matrimonios –aquellos de quienes, por estar divorciados, no pueden casarse por la iglesia– se comprende bien cómo entre los que se pueden casar por lo civil por primera vez la caída sea aún mayor. La verdad es que en Italia ya no hay matrimonios, ni por la iglesia ni civiles“.
Por tanto, Italia ya no representa, respecto a los matrimonios celebrados, una “excepción” respecto a otros países de avanzada secularización. Al contrario, su coeficiente de nupcialidad es uno de los más bajos de Europa, con sólo 3,6 matrimonios cada mil habitantes en un año, frente a los 4,7 del conjunto dela Unión Europea.
En las dos regiones italianas más ricas, Lombardía y Emilia Romaña, el coeficiente de nupcialidad es incluso inferior al 3 por mil, la mitad respecto al de los países escandinavos: Dinamarca, Suecia y Finlandia.
No sorprende, entonces, que la jerarquía dela Iglesia esté alarmada por esta caída de la nupcialidad, tanto religiosa como civil, más impresionante aún porque acontece en los países de más arraigada tradición católica.
Es una alarma que repercute en las estrategias pastorales y que impone nuevas reflexiones. Como las que hace aquí, a continuación, Francesco Arzillo, un magistrado administrativo de profunda competencia filosófica y teológica.
Arzillo nos muestra, entre otras cosas, como el pontificado de Benedicto XVI –sobre todo en las homilías– se enfrenta a la crisis del matrimonio y a los otros “signos de los tiempos” con un estilo similar al de los Padres de la Iglesia, capaces de “mantener unidos la radical esencialidad del fundamento de la fe con las dinámicas de la sociedad contemporánea”.
CÓMO LEER LOS NUEVOS “SIGNOS DE LOS TIEMPOS”
por Francesco Arzillo
La reciente noticia según la cual, en Italia del norte, el número de matrimonios civiles ha superado al de matrimonios religiosos contribuye a dirigir la atención sobre el tema de la secularización y las estrategias pastorales más adecuadas para hacerle frente, también en un país con una difundida presencia de la Iglesia.
Es fácil imaginar cómo un dato de este tipo puede ser utilizado –por parte de los exponentes de las posiciones eclesiales y mediáticas más polarizadas en sentido “tradicionalista” o en sentido “progresista”– para poner en discusión el desafío en el que se inspira la pastoral oficial de la Iglesia italiana desde la época de la presidencia del cardenal Camillo Ruini: desafío que favorece la valorización de las peculiaridades históricas y culturales de lo que parece ser una verdadera y propia “excepción italiana” en la tendencia, aparentemente irreversible, del proceso de secularización europea.
En el fondo, las dos líneas de pensamiento mencionadas –desacordes en casi todo– parecen estar de acuerdo en denunciar un énfasis excesivo por parte de la jerarquía de la Iglesia sobre cuestiones de bioética y culturales, en detrimento de la atención al fundamento de la fe. Y aunque sobre este fundamento proporcionan después lecturas inspiradas por perspectivas incluso antitéticas, tradicionalistas y progresistas coinciden esencialmente en atribuir al Concilio Vaticano II un papel de ruptura sustancial con el pasado.
Vale la pena, en cambio, continuar “esperando contra toda esperanza”, obrando en consecuencia en la dirección emprendida desde hace algún decenio.
En primer lugar, hay que afirmar con fuerza que la excepción italiana –como muestran los estudios de sociólogos de la religión como Pietro De Marco y Luca Diotallevi– no es sólo una teoría.
Se sabe, por ejemplo, que en Roma las misas celebradas en las parroquias con una fuerte presencia de población universitaria están atestadas de estudiantes de ambos sexos: basta un simple vistazo para observar que ellas no indican ciertamente una situación de irrelevancia social del cristianismo entre las jóvenes generaciones. Y se podrían añadir otros ejemplos al respecto.
Es necesario sin embargo interceptar de manera más eficaz esta pregunta juvenil, que no es solamente una pregunta emotiva, sino también una pregunta de inteligencia –de un “sentido inteligible y verdadero”–, dando instrumentos idóneos para pensar mejor la fe, para vivirla y transmitirla mejor. Tal vez para esto sería necesario corregir algo en la formación del clero, que debería centrarse mayormente en el papel de la catequesis doctrinal y de la liturgia, fundamento auténtico de todo otro obrar cristiano. Mas no se puede negar que existe una base sobre la cual es posible seguir construyendo.
Las narraciones tradicionalistas y progresistas tienen dificultad en enfrentarse a este discurso, porque postulan –de manera distinta– la toma de conciencia del final de la cristiandad: los tradicionalistas a favor de un cristianismo que sobreviviría en minorías combativas, islas felices del todo impermeables a la cultura contemporánea; los progresistas concretizándose en una especie de “puro evangelio”, anunciado por una Iglesia minoritaria dispuesta a desaparecer como levadura en el mundo secularizado, asumiendo en buena parte su cultura.
También las narraciones típicas de los movimientos eclesiales cruzan estas dos actitudes, llegando a posiciones de distinto signo, acomunadas por tanto con la misma convicción de ser minoría en el poscristianismo.
Esta convicción, sin embargo, no debe ser banalizada, pues necesita sobre todo la conciencia de que –a pesar de las analogías que se hacen– no estamos, hoy, en una situación similar a la de los primeros siglos del cristianismo.
La secularización europea es un fenómeno típicamente poscristiano: de aquí las notables dificultades que plantea a los teólogos, a los filósofos y a los estudiosos en general. Por otra parte, hoy no asistimos a espectáculos cruentos en el circo, pero al mismo tiempo producimos niños probeta: parece evidente que se trata de una situación nueva, que nos pide conjugar el retorno a los orígenes de la fe con una capacidad de lectura del todo adecuada a los tiempos. En este sentido, la doctrina conciliar de los “signos de los tiempos” adquiere una resonancia no ingenuamente optimista.
La necesidad de una batalla bioética y biojurídica, por ejemplo, no hay que entenderla como restauración de un cristianismo del pasado, de un pasado en el cual no se planteaban dichos problemas en la condición y medida hodiernas.
Se trata pura y simplemente de la gramática de lo humano, que en otros tiempos se podía dar por presupuesta en Europa y que en cambio, hoy, ya no se da.
Esta gramática de lo humano constituye la base sobre la cual se puede implantar el anuncio de la fe de manera fecunda.
No es un caso que en el pontificado de Benedicto XVI la defensa de esta gramática y el anuncio de una fe purificada y reconducida a su fundamento espiritual coexisten de manera nítida, encontrando expresión en las extraordinarias homilías que, precisamente por esto, se parecen a las homilías de los Padres de la Iglesia.
No se trata, efectivamente, de una semejanza estilística extrínseca, sino de una semejanza de lógica interna: el tentativo, felizmente conseguido, de mantener unidos –como hacían un Agustín y un Juan Crisóstomo– la radical esencialidad del fundamento de la fe con las dinámicas de la sociedad contemporánea, en un discurso nunca ideológico y sabiamente articulado sobre los distintos pero relacionados planos del kerygma, de la doctrina, de la liturgia, de la vida.
En esta perspectiva, el gran debate eclesial sobre el Concilio Vaticano II, que lejos de aplacarse adquiere tonos cada vez más radicales, podrá ser reconducido al justo cauce.
La Iglesia, hoy, no puede no situar en primer lugar la actuación de este gran y universal concilio, de cuya validez canónica e importancia no subsiste ningún serio motivo de duda, para un católico.
Pero, precisamente por esto, la Iglesia debe distinguir lo que el concilio ha dicho realmente de la maraña de sus interpretaciones ideológicas, que no corresponden a la plenitud de la doctrina contenida en sus documentos.
No se trata de una tarea imposible, si se piensa en la asistencia divina de la cual se beneficia el “munus” magisterial, cuyos pronunciamientos hodiernos son fácilmente desatendidos tanto por los progresistas como por los tradicionalistas con la utilización de lecturas unilaterales y selectivas que, como tales, ni siquiera corresponden a un auténtico principio católico.