Los cien días de Francisco y el enigma del asiento vacío

Sandro Magister

ROMA – Su repentino rechazo a escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven, ofrecida con ocasión del Año de la Fe, es el sello de un inicio de pontificado difícil de descifrar. El éxito mediático del que goza tiene un motivo y un costo: su silencio sobre las cuestiones políticas cruciales del aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual.

Muchos observadores han intentado hacer un balance de los primeros cien días del pontificado de Francisco.

Pero la inmensa y duradera popularidad de que goza Jorge Mario Bergoglio desde el día de su elección como Papa es ya un elemento de valoración en sí mismo. Una multitud desbordante acude a cada una de sus salidas públicas. Este Papa tiene un nivel altísimo de aprobación en todos los sondeos de opinión, lo que se traduce también en un aumento en la confianza en la Iglesia católica. Y lo que asombra aún más es la benevolencia con la que le mira la opinión pública laica, que fue especialmente agresiva con la Iglesia y el Papa durante el pontificado de Benedicto XVI.

El Papa Francisco no cree en la medición estadística del éxito. “La estadística la hace Dios”, ha dicho en el que es, tal vez, entre todos los discursos por él pronunciados hasta ahora, el más representativo de su visión. Un discurso de media hora, improvisado, que pronunció el 17 de junio a los miles de fieles de su diócesis de Roma que se agolpaban en el aula de las audiencias y la plaza circundante.

Pero al mismo tiempo él quiere ser popular, y sabe serlo. A diferencia del Papa Karol Wojtyla, extraordinariamente hábil en su relación con la muchedumbre, el Papa Bergoglio sabe conquistar a las personas individualmente. Mientras se abre paso entre la multitud, él no mira al conjunto sino que cruza la mirada, el gesto, la palabra con una u otra persona que encuentra en su recorrido. Y si esto sucede sólo con unos pocos, todos saben que también a ellos podría sucederles lo mismo. El Papa Francisco tiene capacidad de cercanía con cada persona.

Más aún, también su predicación es popular. Ésta está hecha de pocas verdades elementales que se repiten incesantemente en su boca y que en definitiva se resumen, tal como hizo en el anteriormente citado discurso del 17 de junio, en un consolante “todo es gracia”: la gracia de Cristo que, sin cesar, perdona aunque todos continúen siendo pecadores, realizando con ello “la revolución más grande de la historia de la humanidad”.

La predicación del Papa Francisco es original en la forma, prevaleciendo el hablar espontáneo sobre el texto escrito. Pero lo que parece fruto de la improvisación está, en realidad, cuidadosamente estudiado, tal como se intuyó en su primera aparición en el balcón de la basílica de San Pedro, la tarde de su elección como Papa.

El contenido de sus discursos, como también sus gestos, está bien ponderado, también en los silencios y omisiones. Tal vez la razón del favor del que goza Francisco también “in partibus infidelium”,  es decir, en los medios de comunicación y en la opinión pública laica, se halla precisamente en lo que dice y en lo que calla.

Retrato del “obispo ideal”

En primer lugar, su invocación de una Iglesia “pobre para los pobres” –convertida casi en el carné de identidad de Francisco y confirmada por la sencillez de su vida cotidiana– es de esas que todos están, inevitablemente, obligados a apreciar, aunque sea por las razones más distintas.

Imposible contestar, también, las frecuentes invectivas del Papa contra los poderosos de la finanza mundial, pero mientras se refiera a ellos de forma general e imprecisa ninguno de estos verdaderos o presuntos “poderes fuertes” se sentirá efectivamente atacado y provocado a una reacción.

Después están las insistentes reprimendas de Francisco contra la ambición por hacer carrera y la sed de riqueza, incluso la corrupción, presentes en el ámbito eclesiástico.

La última de estas reprimendas tuvo lugar hace pocos días. El 21 de junio el Papa Bergoglio recibió a los nuncios y a los delegados pontificios, y en su discurso los exhortó a que desarrollen con el máximo rigor una incumbencia clave como es la selección de los candidatos a obispo: “En la delicada tarea de realizar la investigación para los nombramientos episcopales estad atentos para que los candidatos sean pastores cercanos a la gente. Éste es el primer criterio: pastores cercanos a la gente. [Si] es un gran teólogo, una gran cabeza, que vaya a la universidad, ¡dónde hará mucho bien! ¡Pastores! ¡Los necesitamos! Que sean padres y hermanos; que sean bondadosos, pacientes y misericordiosos; que amen la pobreza, interna como libertad para el Señor y también externa como sencillez y austeridad de vida; que no tengan una psicología de ‘príncipes’. Estad atentos para que no sean ambiciosos, que no busquen el episcopado. Se dice que en una primera audiencia que el beato Juan Pablo II tuvo con el cardenal prefecto de la congregación para los obispos, éste le planteó la pregunta sobre el criterio de elección de los candidatos al episcopado. Y el Papa, con su particular voz: ‘El primer criterio: volentes nolumus‘. Los que buscan el episcopado… no, no funciona. Y que sean esposos de una Iglesia sin estar buscando constantemente a otra”.

El Papa trazó a continuación un retrato en positivo del obispo ideal, con exhortaciones que había dirigido también a los obispos italianos, con los que se reunió por primera vez el pasado 23 de mayo: “Los pastores deben saber estar delante del rebaño para indicarle el camino, en medio del rebaño para mantenerlo unido, detrás del rebaño para evitar que nadie quede rezagado y porque el mismo rebaño tiene, por decirlo de alguna manera, el olfato para encontrar el camino”.

Pues bien, también aquí es del todo natural que el Papa Francisco goce de un consenso general, aumentado tanto por su perfil personal, visiblemente ajeno al objeto de las denuncias que él hace, como también por su declarada voluntad de proceder a una selección más cuidadosa de los nuevos obispos y a una reforma de la curia romana.

Es más, el consenso que a este respecto rodea al Papa es tan amplio que acalla a los mismos “imputados”. La curia está muda, ningún obispo protesta. Bergoglio no ha dicho cómo y a quién quiere golpear. En el Vaticano, las dos realidades que están más inquietas son las únicas a las que él ha aludido hasta ahora de forma específica: el “lobby gay” y el Instituto para las Obras de Religión, IOR, donde además el Papa ya ha situado, el 15 de junio, a monseñor Battista Ricca, un “prelado” suyo dotado de plenos poderes, que goza de su confianza precisamente por la fama de incorruptible que se ha ganado cuando prestaba servicio en la segunda sección de la secretaría de Estado, donde era muy severo con los nuncios derrochadores y vanidosos.

Uno de estos nuncios impopular al mismo Bergoglio es el arzobispo Adriano Bernardini, embajador vaticano en Argentina de 2003 al 2011. El Papa Francisco ha evitado encontrarlo hasta ahora, a pesar de que Bernardini es actualmente nuncio en Italia.

Silencios papales

Sin embargo, el elemento que explica más que ningún otro la benevolencia de la opinión pública laica mundial hacia el Papa Francisco es su silencio en campo político, especialmente en lo que concierne a terrenos minados que ven, de una manera mayoritaria, contrapuesta la Iglesia católica con la cultura dominante. Aborto, eutanasia, matrimonio homosexual son palabras que la predicación de Francisco ha evitado pronunciar de forma deliberada hasta ahora.

El 16 de junio, en la jornada de celebración de “Evangelium vitae”, la vigorosa encíclica de Juan Pablo II contra el aborto y la eutanasia, el Papa Bergoglio sí que habló, pero con frases de una brevedad y una generalidad apabullantes si se comparan con la formidable batalla a escala mundial que combatió el Papa Karol Wojtyla en ese año de 1995 y el año anterior, cuyo epicentro fue la conferencia sobre población y desarrollo convocada por las Naciones Unidas en El Cairo.

Juan Pablo II y, después de él, Benedicto XVI gastaron una gran cantidad de energía para hacer frente al enorme desafío que representa la hodierna ideología sobre el nacer y el morir, como también por la disolución de la dualidad criatural entre varón y mujer.

En la vigilia de la pasada Navidad, el Papa Joseph Ratzinger dedicó a esta cuestión su último gran discurso a la curia.

Aquellos Papas se sintieron, ambos, aún más en el deber de hacer de guía y de “confirmar la fe” de los católicos sobre estos temas cruciales, precisamente porque eran conscientes de la incertidumbre de tantos fieles y de la debilidad de muchas conferencias episcopales nacionales, con las pocas excepciones de la conferencia episcopal italiana, con los cardenales Camillo Ruini yAngelo Bagnasco como presidentes; la americana, con los cardenales Francis George y Timothy Dolan como presidentes y, últimamente, la francesa, con el cardenal André Vingt-Trois como presidente.

El reciente caso francés, con la extraordinaria reacción de intelectuales y del pueblo, católico y no, a la ya legitimada ley sobre el matrimonio homosexual, era el caso sobre el que más se acechaba al Papa Francisco. Pero él no ha dicho ni una sola palabra en apoyo a la acción de la Iglesia de Francia, ni siquiera cuando el 15 de junio recibió en el Vaticano a los parlamentarios del “Grupo de amistad Francia- Santa Sede”.

Se puede prever que Francisco se atendrá también en futuro a esta reserva suya sobre las cuestiones que afectan a la esfera política. Una reserva que amordazará también a la secretaría de Estado. Es una convicción del Papa que dichas intervenciones atañen a los obispos de cada nación. A los italianos se lo dijo con palabras inequívocas: “El diálogo con las instituciones políticas es cosa vuestra”.

Existe un gran riesgo al delegar esto, dado el juicio pesimista que tiene Bergoglio sobre la calidad media de los obispos del mundo, los cuales pueden sentir la tentación, a su vez, de delegar las decisiones sobre los laicos, también ellos de dudosa fiabilidad, renunciando al papel de guía que concierne a quien está investido por el carácter episcopal. Pero es un riesgo al que Francisco no teme hacer frente pues está convencido, y lo ha dicho, de que si el obispo está incierto “el mismo rebaño tiene el olfato para encontrar el camino”.

Controversias acalladas

Por último, hay otro silencio que ha caracterizado los primeros cien días del Papa Francisco.

Es el silencio sobre el Concilio Vaticano II, por él citado sólo rara y marginalmente. Por el contrario, para Benedicto XVI fue un elemento central hasta el último momento: basta pensar en la extraordinaria relación que hizo del mismo a los párrocos de Roma pocos días antes de su renuncia al pontificado.

Aquí también el milagro reside en el hecho de que prácticamente se han acallado las controversias intraeclesiales sobre la interpretación y la aplicación del Vaticano II, que se habían inflamado de manera especial con el Papa Ratzinger.

Con el Papa Francisco, el cisma lefebvriano ha entrado en letargo y su recomposición parece muy lejana. Mientras, al contrario, los autores de una democratización de la Iglesia cantan las alabanzas del nuevo Papa.

Pero si se comparan los primeros cien días del Papa Francisco con el progresista “programa de los primeros cien días” entregado por Giuseppe Dossetti, Giuseppe Alberigo y Alberto Melloni a los cardenales de los dos cónclaves de 1978, y que ha sido reimpreso con ocasión de los cónclaves del 2005 y del 2013, se descubrirá que el actual Papa se asemeja más bien a un general de la Compañía de Jesús. A la antigua usanza.

El sentido de una ausencia y de un concierto

Exactamente en su centésimo día como Papa, el 22 de junio, Francisco ha cumplido un gesto que esta vez ha dejado sorprendidos a algunos de sus más convencidos admiradores.

A causa de una no precisada “incumbencia urgente e improrrogable”, anunciada sólo en el último minuto y tras haber tenido al oscuro de todo también a L’Osservatore Romano, el Papa dejó vacío su asiento en el centro del aula de las audiencias, donde estaba a punto de ofrecérsele, con ocasión del Año de la Fe, la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, que fue efectivamente ejecutada después en su ausencia.

“No soy un príncipe renacentista que escucha música en lugar de trabajar”: ésta es la frase que han puesto en su boca algunos “papistas” de curia, ignorando que con ello sólo le causaban daño.

Para el historiador de la Iglesia Alberto Melloni el gesto tiene la grandeza de “un repique solemne, severo”, que confirma el estilo innovador de Francisco.

Pero en realidad, lo que ha hecho es que este inicio de pontificado sea aún más indescifrable.

El impulso evangelizador del Papa Francisco, su deseo de alcanzar las “periferias existenciales” de la humanidad, tendría de hecho en el gran lenguaje musical un vehículo de extraordinaria eficacia. En la Novena de Beethoven este lenguaje alcanza cimas sublimes, se hace comprensible más allá de todo confín de la fe, se convierte en un “Atrio de los Gentiles” de incomparable esplendor.

Tras la audición pública de cada concierto Benedicto XVI compartía sus reflexiones, que tocaban la mente y el corazón de los asistentes. Hace un año, tras haber escuchado en el teatro de la Scala de Milán precisamente la Novena Sinfonía de Beethoven, el Papa Joseph Ratzinger concluyó del modo siguiente: “Después de este concierto muchos irán a la adoración eucarística, al Dios que se ha metido en nuestros sufrimientos y sigue haciéndolo. Al Dios que sufre con nosotros y por nosotros, y así ha capacitado a los hombres y las mujeres para compartir el sufrimiento de los demás y para transformarlo en amor. Precisamente a eso nos sentimos llamados por este concierto”.

 

(Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España)