ROMA – Éste es el título principal de la primera página de L’Osservatore Roman de hace algunos días, con la foto que muestra los efectos de un atentado en la ciudad pakistaní de Quetta.
Las bombas, en muchos puntos de la ciudad, mataron a más de cien personas, en barrios habitados principalmente por musulmanes chiitas. Pero en otras ocasiones ha habido también cristianos entre las víctimas.
Quetta es la capital de la provincia de Baluchistán. Está a 1700 metros de altura y a los pies de áridas montañas. Es una ciudad de paso hacia Kandahar, en Afganistán. Surgió en el siglo VI, fue conquistada en el siglo siguiente por el Islam y fue sucesivamente disputada por persas y por mogules de la India, hasta entrar en el “juego grande” entre británicos y rusos en el siglo XIX. Luego de un terremoto sufrido en 1935 fue reconstruida y gozó de un cierto período de paz, convirtiéndose en un destino turístico para las clases pudientes de Pakistán.
Pero hoy ya no hay más paz. Quetta es una de las ciudades más peligrosas de Pakistán. Ensangrentada a causa de violencias sectarias: sunitas contra chiitas, musulmanes contra cristianos. Es una prueba impresionante de cómo han cambiado para peor algunas regiones del mundo, desde el momento en que se han asentado las corrientes yihadistas del Islam.
Otra de estas regiones musulmanas precipitadas en la violencia es Mali. No hay forma de comparar los oasis de paz que eran estas ciudades y estas regiones sólo hace pocos años atrás con aquello en que se han convertido hoy, para entender que peligrosa es la ofensiva del islamismo radical.
Pero vayamos en orden. Aquí a continuación está el relato de cuán pacíficamente se vivía en Quetta hace apenas doce años, entre musulmanes y cristianos.
El testigo ocular es el profesor Riccardo Redaelli, docente de Geopolítica en la Universidad Católica del Sagrado Corazón, en Milán, y especialista en países afro-asiáticos.
Redaelli publicó esta memoria de su autoría en la primera página del diario de la Conferencia Episcopal Italina, Avvenire, del cual es editorialista.
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QUETTA, AYER Y HOY
por Riccardo Redaelli
Es solamente el último anillo de una espantosa cadena de violencia. Es cierto que, mientras escribo, otros cristianos ya habrán sido muertos en alguna parte del mundo, según las terribles estadísticas de las víctimas del odio religioso. Pero me produce escozor el lugar en el que ha sido asesinada días atrás una joven cristiana pakistaní: Quetta, la capital del Beluchistán.
Ciudad pakistaní casi desconocida, próxima a la frontera con Afganistán. Quetta ha alcanzado en estos años una triste notoriedad, porque hospedó desde hace tiempo al Mullah Omar, el jefe histórico de los talibanes. Una ciudad ahora casi inaccesible para los occidentales.
Sin embargo, hasta una docena de años atrás Quetta era una de las ciudades más acogedoras de Pakistán. Recuerdo las largas estadías que transcurrí allí a lo largo de toda una década, como huésped de un convento de las Hermanas de San José. La verja de hierro estaba muchas veces cerrada, pero solamente para evitar que los niños de la escuela corriesen hacia la calle.
En realidad podía entrar cualquiera. Una vieja hermana recibía con rostro adusto a los que se retrasaban, hombres que llegaban tarde a causa del tráfico, que se hacían pequeños mientras eran retados por haber llevado a sus hijos tarde a la escuela.
Del otro lado de la calle, más allá de la hilera de pinos, estaba la gran escuela media, ambicionada por todas las familias de Quetta. Un poco más lejos estaba la iglesia. Son islas del cristianismo en el mar del Islam, que viven con tranquilidad, sin protección, guardias o amenazas.
Todos los días, una multitud de pakistaníes gritaba y vociferaba frente a las puertas del convento, pero era solamente el tráfico anárquico de los padres que llegaban para recoger a sus hijos de esas escuelas tan estimadas.
Recuerdo a un coronel de las Fuerzas Armadas que quería inscribir a toda costa a su hija, aun cuando ya no había más lugar. Puso sobre el escritorio de la madre superiora una ingente suma de dinero, y ella lo rechazó. Él tomó el dinero y dijo: “Su gesto es el motivo por el cual me hija debe estudiar con ustedes a toda costa”.
¿Y cuántas eran las madres -no importa si eran musulmanas o cristianas- que pedían con discreción y recibían una ayuda de las religiosas de Quetta? ¿Cuántos eran los padres que decían avergonzados que no podían pagar, y suspirando, las hermanas trazaban una línea sobre su cuota mensual?
Hace décadas, la primera madre superiora, al estar la escuela al borde de la bancarrota, fue en bicicleta hacia la suntuosa residencia del gobernador. “He pedido ayuda a Dios, pero mientras espero la ayuda de Él, no me desagradaría recibir la suya, gobernador”. Y él pagó, porque esas escuelas -dijo- eran el orgullo de la ciudad.
Eran los años en los que se podía pasar la noche en la azotea del convento para conversar y observar las estrellas, tan nítidas y brillantes. Hoy probablemente seríamos considerados como terroristas por los soldados que patrullan.
Ese mundo lucha desde hace años, con creciente cansancio, para mantenerse fiel a su historia de comunidad abierta. Muchos religiosos occidentales han sido repatriados. Bloques de cemento y calles patrulladas señalan con frecuencia en Pakistán la presencia de iglesias y escuelas cristianas.
A la violencia criminal de los fanáticos se asocia la ambigüedad mezquina y cobarde de casi todas las fuerzas políticas y del gobierno de Islamabad. Toda la comunidad es rehén de estas violencias. El cemento que debería protegerla parece la metáfora de una forzada separación de un país que está recorriendo el camino equivocado del odio sectario y de la autodestrucción.
Prisioneros por delitos no cometidos, como Asia Bibi, en la cárcel desde 2009 y condenada a muerte por blasfemia, que se ha convertido, a pesar suyo, en el símbolo de los dolores de su comunidad. O como Younis Masih, en la cárcel desde hace siete años, también él acusado por blasfemia.
Al caminar una tarde por las calles de Quetta, un joven holandés que se ocupaba de uno de los campos de refugiados asentado en las inmediaciones, me dijo: “¿no cree usted que este lugar es bellísimo?”.
Respondí que sí. Pero hoy pienso que no, no lo es más, y no por culpa nuestra.
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Otra área en Pakistán, en la que la violencia yihadista está poniendo fin a décadas de vida pacífica es la del extremo norte, habitada principalmente por ismaelitas, la rama del Islam chiíta que tiene su jefe religioso, el imán, en el Aga Kahn.
Es un área que abarca desde Karakorum hasta el alto valle de Hunza, en Swat. Teatro hace dos décadas de una de los más sorprendentes crecimientos en la calidad de vida, en la instrucción, en el trabajo, en la promoción de la mujer, por obra de la Red para el Desarrollo del Aga Khan.
Aquí está el relato viviente de ese milagro, en un reportaje publicado por L’Espresso hace veinte años: Aga Khan Network. Reportage dall’alta valle dell’Hunza (en italiano).
Mientras que hoy llegan desde esas regiones casi solamente noticias de violencia y de odio sectario.
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En cuanto a Mali, el norte de este país subsahariano se ha convertido en el epicentro de una red de grupos armados yihadistas que operan desde el Magreb hasta Nigeria, en Somalía, a los que ni siquiera llega a hacer frente la intervención del ejército francés.
Además, ¿qué era el Mali sólo hace pocos años atrás?
Era lo que decía desde el título este artículo de Chiessa 2004: “El islám mundial tiene un oasis de democracia: Mali” (en italiano).
Hoy ya no queda más nada de ese oasis.
Traducción en español de José Arturo Quarracino.