(Desde Roma). – ¿Qué efectos y posibles desarrollos puede tener la reticencia de Francisco a poner en evidencia sus poderes de jefe supremo de la Iglesia universal?
En los primeros días de su pontificado, Jorge Mario Bergoglio ha utilizado con extrema parsimonia la palabra “Papa”.
No la ha aplicado jamás a su predecesor que todavía está vivo, Joseph Ratzinger, con quien se ha encontrado el sábado pasado en Castel Gandolfo. Para él ha utilizado siempre y solamente el término de “obispo”.
Y también para sí ha preferido asociar la definición de “obispo de Roma”.
En su primera bendición desde la logia de la basílica de San Pedro, la tarde del 13 de marzo, el recién elegido especificó, citando a San Ignacio de Antioquía, que la Iglesia de Roma “es la que preside en la caridad a todas las Iglesias“. Pero en los días posteriores no retomó ni desarrolló jamás esta naturaleza primacial de la sede de Pedro, extendida a toda la ecúmene cristiana.
Pero al mismo tiempo, en su obrar cotidiano, ejercita plena y vigorosamente los poderes que competen a un Papa, no sometido a ninguna otra autoridad sino a Dios. Y sabe que las decisiones que toma, aunque sean mínimas, no quedan circunscritas a la diócesis de Roma, sino que tienen efecto sobre la Iglesia de todo el mundo.
Francisco es el Papa de las salidas imprevistas. Y antes o después se espera que intervenga explicitando la visión que tiene de su rol.
Pero entre tanto acontece que aquéllos que dentro y fuera de la Iglesia desean la disminución o bien la demolición del primado papal, ven en él al hombre que iría al encuentro de lo que ellos esperan. Expectativas que muchas veces se basan en un presunto “espíritu” del Concilio.
En realidad, el Vaticano II no ha debilitado en nada el poder del Papa sobre toda la Iglesia. La novedad radica en la integración de la potestad primacial del Papa con la potestad del colegio episcopal del que él forma parte.
En el capítulo III de la Lumen gentium, la Constitución dogmática sobre la Iglesia promulgada por el Concilio Vaticano II, se lee lo siguiente: “El Pontífice Romano tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda Iglesia, potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al colegio apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice”.
Si en consecuencia se pueden esperar novedades por parte del papa Francisco, éstas no podrán de ninguna manera disminuir las potestades primaciales que le competen como sucesor de Pedro, afirmadas con autoridad por parte del Concilio Vaticano II, en forma completa y precisa.
Las novedades podrán referirse, por el contrario, a las formas con las que el Papa ejercerá su poder asociado al conjunto de los obispos, como acontece en los Concilios, o en los sínodos, o en otras formas inéditas de gobierno colegial de la Iglesia, tanto en forma intermitente como permanente, amplia o restringida, en todo caso siempre convocadas, presididas y confirmadas por él, como prescribe el Vaticano II y otros documentos del Magisterio.
En el último número de La Civiltà Cattolica, distribuido el 21 de marzo, el canonista jesuita Gianfranco Ghirlanda, ex rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, expuso en un ensayo muy bien documentado de 14 páginas, con el título “Il ministero petrino”, en qué consisten las potestades primaciales del Papa, tal como están afirmadas por el magisterio de la Iglesia, desde el Concilio Vaticano I hasta hoy.
Pero al mismo tiempo el padre Ghirlanda ha arrojado una mirada sobre los posibles desarrollos del ejercicio concreto de la potestad papal, enriquecida por el aporte de los obispos.
Y al proyectar para el ministerio pontificio “un futuro que todo fiel querría ver realizado” – y que podría tomar forma precisamente con Francisco – hizo referencia, en la conclusión de su escrito, al Documento de Ravenna suscrito en el año 2007 por católicos y ortodoxos, el cual constituyó un paso importante en el camino ecuménico entre Roma y Oriente.
Teniendo en cuenta esto, el pontificado de Francisco se ha iniciado bajo una buena estrella. En su Misa inaugural estuvo presente, por primera vez en la historia, Bartolomé I, el Patriarca ecuménico de Constantinopla.
Y es probable que el año próximo ambos, Francisco y Bartolomé, se vuelvan a encontrar en Jerusalén, en el quincuagésimo aniversario del histórico abrazo entre Pablo VI y Atenágoras.