Francisco y el ejemplo de Jonás

Sandro Magister

Desde Roma.- Además de San Francisco de Asís y de San Ignacio, en el “cielo” de Jorge Mario Bergoglio brilla también el profeta Jonás. 

En una entrevista de 2007 a la revista internacional 30 Días, muy reveladora sobre cómo ve su misión de pastor de la Iglesia, el entonces arzobispo de Buenos Aires le pregunta repentinamente a la entrevistadora, Stefania Falasca: 

“¿Conoce el episodio bíblico del profeta Jonás?”

“No lo recuerdo. Dígame”, respondió la entrevistadora.

Y Bergoglio:

Jonás lo tenía todo claro. Tenía ideas claras sobre Dios, ideas muy claras sobre el bien y el mal. Sobre cómo actúa Dios y qué es lo que quiere en cada momento; sobre quiénes son fieles a la alianza y quiénes no. Tenía la receta para ser un buen profeta. Dios irrumpe en su vida como un torrente y lo envía a Nínive. Nínive es el símbolo de todos los separados, alejados y perdidos, de todas las periferias de la humanidad. Jonás vio que se le confiaba la misión de recordar a toda aquella gente que los brazos de Dios estaban abiertos y esperando que volvieran para curarlos con su perdón y alimentarlos con su ternura. Sólo para esto lo había enviado. Dios lo mandaba a Nínive, y él se marchó en dirección contraria, a Tarsis”.

“Huye frente a una misión difícil…”, dice la entrevistadora.

“No. No huía tanto de Nínive, sino del amor desmesurado de Dios por esos hombres. Esto era lo que no cuadraba con sus planes. Dios había venido una vez… ‘de lo demás me ocupo yo’: se dijo Jonás. Quería hacer las cosas a su manera, quería dirigirlo todo él. Su pertinacia lo hacía prisionero de sí mismo, de sus puntos de vista, de sus valoraciones y sus métodos. Había cercado su alma con el alambrado de esas certezas que, en vez de dar libertad con Dios y abrir horizontes de mayor servicio a los demás, terminan por ensordecer el corazón. ¡Cómo endurece el corazón la conciencia aislada! Jonás no sabía de la capacidad de Dios de conducir a su pueblo con su corazón de Padre”.

“Son muchos los que se pueden identificar con Jonás”, intervino la entrevistadora.

Bergoglio: “Nuestras certezas pueden convertirse en un muro, en una cárcel que aprisiona al Espíritu Santo. Quien aísla su conciencia del camino del pueblo de Dios no conoce la alegría del Espíritu Santo que sostiene la esperanza. Es el riesgo que corre la conciencia aislada. De aquellos que desde el mundo cerrado de sus Tarsis se quejan de todo o, sintiendo su propia identidad amenazada, emprenden batallas para sentirse más ocupados y autorreferenciales”.

“¿Qué habría que hacer?”

Bergoglio: “Posar nuestra mirada sobre la gente: para no ver lo que queremos ver, sino aquello que es. Sin previsiones ni recetas, sino con apertura generosa. Dios habló para las heridas y la fragilidad. Permitir que el Señor hable… De un modo que no conseguimos crear interés con las palabras que nosotros decimos, solamente su presencia que nos ama y nos salva puede interesar. El fervor apostólico se renueva siendo osados testigos del amor de Aquel que nos amó primero”.

Última pregunta: “¿Qué es para usted lo peor que le puede pasar a la Iglesia?”.

Bergoglio: “Es lo que De Lubac llamaba ‘mundanidad espiritual’. Es el mayor peligro para la Iglesia, para nosotros, que estamos en la Iglesia. ‘Es peor’, dice De Lubac, ‘más desastrosa que la lepra que había desfigurado a la Esposa amada en la época de los papas libertinos’». La mundanidad espiritual es poner en el centro a uno mismo. Es lo que Jesús ve entre los fariseos: ‘Vosotros, que aceptáis gloria unos de otros’”.

La palabra “mundanidad” ha vuelto varias veces, como peligro también para los “sacerdotes, obispos, cardenales, papas”, en la primera homilía pronunciada por Bergoglio tras su elección como Papa, en la Capilla Sixtina.

“Cuando caminamos sin la cruz…”

Pero en la entrevista citada anteriormente, había otro pasaje en el cual el entonces arzobispo de Buenos Aires delineaba la misión de la Iglesia, denunciando los peligros “gnósticos y autorreferenciales”.

A la pregunta sobre qué habría dicho Bergoglio al Papa y a los cardenales en el consistorio del 24 de noviembre de 2007, en el cual no pudo participar, la entrevista continuaba así:

R. – Habría hablado de dos cosas que necesitamos en estos momentos, que más falta hacen: misericordia y valor apostólico.

D. – ¿Qué significan para usted?

R. – Para mí el valor apostólico es sembrar. Sembrar la Palabra. Devolvérsela a ese él y a esa ella para los cuales fue dada. Darles la belleza del Evangelio, el asombro del encuentro con Jesús… y dejar que sea el Espíritu Santo quien haga lo demás. Es el Señor, dice el Evangelio, el que hace brotar y fructificar la semilla.

D. – En fin, es el Espíritu Santo quien hace la misión.

R. – Decían los teólogos antiguos: el alma es una especie de barquito de vela, el Espíritu Santo es el viento que sopla en las velas, para que vaya adelante, los impulsos y empujes del viento, son los dones del Espíritu. Sin su impulso, sin su gracia, no vamos adelante. El Espíritu Santo nos hace entrar en el misterio de Dios y nos salva del peligro de una Iglesia gnóstica y del peligro de una Iglesia autorreferencial, llevándonos a la misión.

D. – Esto significa invalidar también todas sus soluciones funcionalistas, y sus consolidados planes y sistemas pastorales…

R. – No he dicho que los sistemas pastorales son inútiles. Al contrario. De por sí todo lo que puede llevar por los caminos de Dios es bueno. Les he dicho a mis sacerdotes: «Hagan todo lo que deben hacer, sus deberes ministeriales los conocen, tómense sus responsabilidades y luego dejen abierta la puerta». Nuestros sociólogos religiosos nos dicen que la influencia de una parroquia es de seiscientos metros a su alrededor. En Buenos Aires hay casi dos mil metros entre una parroquia y otra. Les he dicho entonces a los sacerdotes: «Si pueden, alquilen un garaje y, si encuentran a algún laico disponible, que vaya. Que esté un poco con esa gente, haga un poco de catequesis y que dé incluso la comunión si se lo piden». Un párroco me dijo: «Pero padre, si hacemos esto la gente deja de venir a la iglesia». Le contesté «¿Pero por qué? ¿Vienen a misa ahora?». «No», me dijo. ¡Entonces! Salir de uno mismo es salir también del recinto de las propias convicciones consideradas inalienables si éstas se pueden convertir en un obstáculo, si cierran el horizonte que es de Dios.

D. – Vale también para los laicos…

R. – Su clericalización es un problema. Los curas clericalizan a los laicos y los laicos nos piden que les clericalicemos… Es una complicidad pecadora. Y pensar que podría bastar el bautismo. Pienso en aquellas comunidades cristianas de Japón que se quedaron sin sacerdotes durante más de doscientos años. Cuando volvieron los misioneros vieron que todos estaban bautizados, todos válidamente casados por la Iglesia y todos sus difuntos habían tenido un funeral católico. La fe había permanecido intacta por los dones de gracia que alegraban la vida de estos laicos que habían recibido solamente el bautismo y habían vivido también su misión apostólica en virtud del bautismo. No hay que tener miedo de depender sólo de su ternura.

*

A propósito de esta última referencia a la centralidad del bautismo, es ejemplar la batalla que el entonces arzobispo de Buenos Aires libraba en la Iglesia argentina contra aquellos que tienden a negar el bautismo a los nuevos nacidos de quienes están alejados de la práctica religiosa:

Vayan y bauticen. La apuesta de la Iglesia en Argentina (30.11.2009)

El texto íntegro de la entrevista de “30 Días” a Bergoglio, en noviembre de 2007:

Lo que hubiera dicho en el consistorio

 

(Traducción al español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España)