Por: Vladimir Kislinger
Hace once años un importante grupo de la sociedad venezolana inició una cruzada para recoger firmas en todo el país, con el fin de solicitar un referéndum revocatorio al entonces presidente Hugo Chávez -más tarde fallecido-, tomando como base el artículo 72 de la Constitución Nacional que dice: “Todos los cargos y magistraturas de elección popular son revocables”. Fueron más de 10 meses de preparación, recolección y verificación de datos para ser posteriormente introducidos ante el Consejo Nacional Electoral, con la esperanza de someter el mandato del presidente a consideración de todos los venezolanos mayores de edad y con capacidad para votar.
Durante todo el proceso las organizaciones opositoras y el gobierno se mantuvieron en permanente ataque público y privado. Los aspectos legales servían para hacer cualquier jugarreta que inhabilitara esta posibilidad, la cual por cierto fue propuesta originalmente por el mismo Chávez y que años después se convertiría en su mayor de dolor de cabeza.
En el 2003 la oposición venezolana introdujo más de tres millones de firmas solicitando el revocatorio al presidente Chávez. El CNE las rechazó por “considerar” que habían sido recolectadas antes de haberse cumplido la mitad del mandato, que por ley es el plazo necesario para solicitar el referéndum. En paralelo el gobierno denunciaba que la oposición, a través de operadores privados, obligaba a trabajadores a firmar so pena de despido. Sin embargo rápidamente salieron a la luz pública múltiples declaraciones de funcionarios del Estado que habían sido despedidos o castigados por haber firmado. La violación a los Derechos Humanos apenas se consumaba.
Meses después, finalizando el 2003, la oposición consignó un nuevo grupo de firmas, las cuales en esta segunda oportunidad fueron rechazadas por el CNE, increíblemente, ahora por considerar que casi dos millones de las rúbricas eran falsas. Esta decisión generó fuertes manifestaciones de rechazo, arrojando un lamentable saldo de heridos y fallecidos.
Luego se interpusieron recursos de apelación ante el máximo tribunal del país, el TSJ, en el que nuevamente se vio la mano del chavismo al entrar en pugna la Sala Electoral con la Sala Constitucional. La primera daba por válidas las firmas cuestionadas; la segunda, constituida como la más alta sala del país, rechazaba la decisión por considerar que la Sala Electoral no tenía competencia para decidir sobre la materia.
Otro duro golpe para la oposición, el tercero en menos de seis meses. Pero éste no sería el peor. El nacimiento de la “Lista Tascón”, el perfecto antónimo de la “Lista de Schindler”, buscaba hacer pública la información de todas aquellas personas que se hubiesen atrevido firmar en contra del gobierno nacional, poniendo en evidencia a más de tres millones de venezolanos, de los cuales un importante número sería despedido, vejado, torturado y discriminado por parte de los entes oficiales durante los años posteriores. Era tal el desconcierto que vendedores ambulantes se ubicaban en los semáforos para ofrecer discos compactos con tan sensible información, dejando al descubierto a todos los que osaron firmar.
Ya con el miedo sembrado profundamente, el CNE con la tarea hecha convocó a aquellas personas que hubiesen firmado originalmente para que por medio del voto confirmaran que eran ellos los que habían solicitado originalmente el referéndum revocatorio. Algo inédito, increíble y sin comparación. De esta cita la oposición consiguió la cantidad necesaria de votos para proseguir con tan accidentado plebiscito, pero con una inmensa carga, aquella referida al peligro de saberse expuesto por apenas haber expresado su derecho, contemplado en nuestra Carta Magna, y que era clara y abiertamente vulnerado tanto por los atajos legales como por la sostenida campaña de desprestigio, de amenazas y de agresiones.
Llegó el momento del referéndum y perdimos. ¿Pero cómo podíamos pretender semejante hazaña luego de recibir uno de los golpes más fuertes que le ha tocado absorber a nuestro país? El 58 % de los consultados manifestaron que Chávez debía mantenerse en el poder, y con él, lo que luego vendría para Venezuela, más de dos lustros de desmembramiento de la cosa pública, de un franco deterioro de las fundaciones de la democracia, de cientos de miles de muertos a causa de la violencia desbordada e incontrolada y de funcionarios cada vez menos capaces, sin competencias para gobernar, sin formación alguna y producto de un nepotismo que se ha enquistado profundamente en el común denominador de las instituciones.
Hoy día podríamos escribir una enciclopedia completa de las razones por las cuales los venezolanos no creemos en nuestras instituciones públicas, y este artículo sería solo una hoja de miles. Cuando vemos una buena gestión, por más ordinaria que sea, la convertimos de inmediato en algo extraordinario. Eso nos dice ya lo mal que estamos, por aplaudir al alcalde que recoge la basura, que arregla el alumbrado público o que asfalta las calles.
Queda entonces una pregunta al aire, como asignación para cuando se dé el momento. ¿Qué podemos hacer para creer en nuestras instituciones públicas?